lunes, 12 de octubre de 2009

VARIANTES DE PAREJA - CUENTOS

ÍNDICE

- Prólogo: El primer encuentro.
- El industrial y su consorte.
- La chica y el marido inmigrante.
- Los convivientes.
- El viejo y la cuidadora.
- Los amigos.
- La cartomántica y el jubilado.
- El dueño de casa y la niñera.
- Las conocidas.

- Los amantes clandestinos.
- Los cónyuges sin hijos.
- Epílogo: Más vale solo que mal acompañado.


PRÓLOGO: EL PRIMER ENCUENTRO

El escritor cuarentón casado con tres hijos que se celaba detrás del apodo Carl Marx quedó decepcionado al ver al natural por primera vez a la propietaria de una joyería de treinta y seis años casada sin hijos que usaba el apodo Naomi.
Carl Marx y Naomi se habían conocido en el sitio de una red social y después de unas semanas de encuentros virtuales se habían dado una cita en un lugar real.
Carl Marx había esperado que Naomi, además del mismo nombre, tuviera también el mismo atractivo de la famosa modelo Naomi Campbell, que le gustaba hasta enloquecerlo por su físico largo y flexuoso y por su piel negra.
La Naomi que había enfrente de él, en cambio, se había revelado bastante diferente de aquélla de las cautivadoras imágenes de su perfil en la internet. Y ni siquiera recurriendo a expedientes como los tacones altísimos, el sostén acolchado y el maquillaje pesado había logrado convertirse en un objeto del deseo erótico masculino.
La mujer había retocado sus fotografías para parecer mejor que aquélla que era en realidad.
No era la primera vez que Carl Marx encontraba a chicas contactadas a través de las redes sociales, descubriendo que éstas habían embellecido y rejuvenecido sus imágenes virtuales. Con los programas de fotoretoque habían eliminado todos sus defectos y alteraciones estéticas de la pantalla de la computadora, pero en persona no habían podido esconder arrugas, manchas, celulitis, capilares rotos, dientes amarillentos.
Él también modificaba sus fotografías, antes de publicarlas en la internet, achicándose la nariz y espesándose el pelo ralo.
Naomi no poseía la perfección de la modelo su homónima, pero de todos modos era adecuada para el objetivo que Carl Marx se había prefijado.
Para hacer lo que él quería hacer (sexo sin compromiso y gratuito) iba bien un feucha también.


EL INDUSTRIAL Y SU CONSORTE

Ivano, sentado en el sofá del salón, no lograba celar su nerviosismo. Cambiaba continuamente de posición, revelando la agitación que albergaba en su ánimo.
Donatella, que estaba preparando un cóctel, como siempre perfecta en sus vestidos y en sus joyas de refinada y sobria elegancia, le preguntó:
- ¿Deseas beber algo?
- No, gracias.
- ¿Cómo fue el partido de tenis con Gianni, hoy por la tarde?
- He perdido.
- ¿Cómo es posible? Siempre le ganas, a Gianni.
- No estaba concentrado.
- ¿Algo te preocupa?
- Las cosas acostumbradas… El trabajo.
Al improviso, Ivano se cubrió el rostro con una mano y su cuerpo empezó a sobresaltarse.
- Me he enamorado de otra mujer. - confesó entre sollozos.
Donatella le lanzó una mirada dolorida.
- Lo sé. Lleva meses que he entendido que tú y Claudia… - dijo con una vena de resignación en la voz.
- Yo no quería enamorarme de ella. He combatido con todas mis fuerzas para no enamorarme de ella… Quería mantener la promesa de fidelidad que he pronunciado cuando nos hemos casado.
- No me opondré al divorcio.
- ¿Cómo reaccionarán los chicos?
- Ya son adultos. Tienen su vida. No sufrirán mucho.
Después de un largo silencio Ivano dijo con titubeo:
- Claudia está embarazada.
Donatella esbozó una sonrisa.
- ¡Felicidades! Os deseo que seáis felices, juntos.
- No me esperaba que afrontarías la situación con tanta calma y comprensión… Siempre has sido una mujer sensible e inteligente.
Ivano estaba asombrado por la compostura señorial de Donatella.
- Perdóname! Me siento un miserable por todo el mal que te estoy haciéndo.
- No es culpa tuya. C’esta la vie, dicen los franceses.
- Espero que quedaremos amigos.
- ¡Claro!
- Tú siempre gozarás de mi estima y de mi cariño.
De repente Donatella estalló en una risa incontenible.
Ivano la miró desconcertado. Una sensación indefinida de temor lo invadió.
- La tuya es una reacción histérica debida al estrés. - dijo con tono trémulo y perplejo.
- No, querido. - rebatió Donatella con ironía - La mía es una reacción de escarnio frente a tu imbecilidad.
- ¿Qu qué? - balbuceó Ivano por la incredulidad.
- Pensabas realmente que te dejaría pasivamente campo libre con tu amante, sin batirme para defender lo que es mío. ¡Olvídalo, idiota!
El matrimonio de Ivano y Donatella había atravesado los años sin grandes problemas, excepto la pérdida del deseo recíproco, común en casi todas las parejas.
Donatella se había revelado la mujer perfecta para Ivano. Perteneciente a la media burguesía del norte de Italia, fascinante, culta, discreta. Siempre se había ocupado de la casa y de sus dos hijos, Bianca y Aurelio, mientras él trabajaba doce horas al día para agrandar la empresa heredada de su padre. Su rápido ascenso económico y social había desencadenado la envidia de bastantes personas.
Alrededor de los cincuenta, Ivano había comenzado a advertir la exigencia cada vez más urgente de volver, si no a ser joven, algo imposible, a sentirse joven, a hacer las cosas que hacen los jóvenes.
Para Ivano mirar a Donatella era como mirarse al espejo. La decadencia física de su esposa lo entristecía y lo angustiaba.
- Yo también he envejecido como ella. Yo también he perdido la juventud para siempre. - se atormentaba.
Un día en la vida de Ivano había aparecido Claudia, una espléndida chica de veintisiete años, contratada en su empresa para reemplazar a su secretaria cercana a la jubilación. El hombre se había enamorado a primera vista, y ella había correspondido enseguida sus sentimientos. Claudia representaba un antídoto contra el envejecimiento, un modo para parar el tiempo y rebobinarlo hacia atrás, como si hubiera sido la película de un filme. Habían empezado a frecuentarse a escondidas, y, después de pocos meses de encuentros clandestinos, un embarazo no planeado había empujado a Ivano a confesar todo a su esposa y a pedirle la separación.
Ivano estaba convencido que Claudia lo amaba y no sospechaba mínimamente que ella consideraba su relación una inversión por su futuro. Pero a corto plazo. La chica no tenía ninguna intención de perder su juventud junto a un viejo. Había fingido enamorarse del industrial por ambición: aspiraba a una parte considerable de su patrimonio. No se había quedado embarazada por descuido, como le había hecho creer. Se había quedado embarazada para obligarlo a dejar a su esposa y oficializar su unión. Con mucho cinismo y espíritu de sacrificio se había impuesto resistir todavía algún año, el tiempo para dar a luz a otro hijo y hacerse regalar un departamento entre las montañas de Cortina d’Ampezzo y una mansión con vista al mar de Cerdeña. Entonces dejaría a su compañero y se haría dar millares de euros al mes para el mantenimiento de los niños.
Para Donatella había sido un golpe tremendo descubrir la relación extraconyugal de su marido. Lo amaba, no quería perderlo. En un principio había intentado inventar una manera para retener a Ivano consigo, pero una tras otra, de la cirugía estética al fingirse enferma de cáncer, había descartado cada posible solución.
- Es todo inútil. Tienes que aceptar la realidad. Una mujer de cincuenta y dos años nunca podrá competir con una chica de veintisiete años. - se había dicho.
Al mismo tiempo, detestaba la idea de reducirse como tantas otras mujeres maduras abandonadas por su esposo por una mujer más joven. Se imaginaba atrincherada en casa por meses, destruida por el dolor, transformada en una infeliz llorona, mientras Ivano se divertía con la otra.
Donatella había decidido que, si no podía reconquistar a Ivano, le haría pagar caro, muy caro, la traición sufrida. Transformaría su amor en odio. Convertiría la humillación que sentía en rabia y sed de venganza. Perseguiría a su marido como una furia implacable y lo haría sufrir como él estaba haciendo sufrir a ella, golpeándolo en su punto débil: el dinero.
Ivano se levantó del sofá y se le acercó con aire amenazador a Donatella.
- ¿Qué es tuyo? - le preguntó con dureza.
- La empresa, las casas, el barco, los cuadros, las joyas. ¡Todo!
- Nunca has trabajado un solo día desde cuando has nacido y tienes el descaro de decir que todo lo que poseemos es tuyo. ¡No es tuyo, es mío! Me lo he ganado en años de duro trabajo, de sacrificios.
- Está bien, es todo tuyo. Pero yo me lo llevaré. Este divorcio te costará una fortuna. Tengo la intención de desangrarte. Lucharé con todas mis energías, con cada arma, usaré cada medio, también la mentira, corromperé a jueces y abogados con tal que perjudicarte.
- No lo conseguirás. No te lo permitiré.
- El industrial de mediana edad que deja a su esposa por la joven secretaria. Es un clásico… Díme, querido. ¿Qué la atrae de ti? ¿Tu cuerpo flácido? ¿Tus arrugas profundas como el Gran Cañón? ¿Tu calvicie? ¿Tus dientes de porcelana?
- ¡Para, Donatella! ¿No te das cuenta que eres ridícula?
- ¿Ridícula yo? ¡Tú eres ridículo! Un ridículo viejo ilusionado que una chica con la mitad de sus años pueda enamorarse de él.
- ¡Yo no soy un viejo!
- Comparado con ella lo eres. Claudia se ha juntado contigo sólo por tu dinero. Si tú fueras un pobretón cualquiera, un obrero, un empleado de banco, tampoco sabría que existes… Debo admitir que vosotros hombres sois astutos. Para seducir recurrís al poder económico y al prestigio social. Nosotras mujeres, en cambio, somos estúpidas y recurrimos a la belleza, que inevitablemente con el correr del tiempo se marchita. Así vosotros de viejos os juntáis con compañeras jóvenes y lindas, mientras nosotras a lo más, si tenemos suerte, suscitamos el interés de un coetáneo que no puede permitirse nada mejor... ¿Pero sabes qué me consuela? Que vosotros hombres lográis comprar el cuerpo de las mujeres, no su amor… Cuando estás con Claudia, cuando la abrazas, cuando la besas, ¿no adviertes su desprecio? ¿No sientes su repulsión?
- ¡Tú eres loca!
- ¿Estoy loca porque digo la verdad?
- Tú quieres vengarte porque me he enamorado de una mujer más joven que ti.
- ¡Ya, justo así! Quiero vengarme. Mi primer paso será denunciarte de evasión fiscal. He recogido un montón de pruebas a tu cargo.
- ¡Me das asco!
- En cambio tú casi me das pena si pienso en todo lo que tendrás que padecer en los próximos meses.
- Te has hecho mantener por treinta años. ¿No te basta?
- ¡No! ¡No me basta!
- ¿Por qué no te buscas a otro hombre y no me dejas en paz?
- No te dejaré en paz hasta que te habré desangrado.
- Yo tengo el derecho a ser feliz con Claudia.
- La felicidad tiene un precio. A ti te costará diez millones de euros.
- ¡Veremos!
- ¡Sí! ¡Veremos!
Ivano salió de casa furibondo de rabia, mientras Donatella tronaba:
- ¡Te arruinaré!


LA CHICA Y EL MARIDO INMIGRANTE

Ahmed regresó del trabajo con un regalo para su hijo.
- Mira qué he comprado para Calogero. - dijo con orgullo mostrándole un camello de peluche a su esposa Carmela.
La mujer reaccionó con desaprobación.
- ¿Pero eres tonto? ¿Qué hace un niño de once meses con un camello? Tampoco sabe qué es. Era mejor si le hubieras comprado a un perro o a un gato. Nunca haces lo justo.
Luego le dio la espalda y se fue a otro cuarto.
Ahmed, mortificado, escondió el peluche en un cajón y se puso a mirar la televisión en el living de su nueva vivienda. Antes él y Carmela vivían en el departamento de un particular, del que habían sido desahuciados porque no pagaban el alquiler. Por fin, después de mucho insistir con los asistentes sociales, habían logrado hacerse asignar una casa de propiedad de la alcaldía: un tugurio húmedo con las paredes desconchadas.
Ahmed había nacido en un pueblito de la provincia de Rabat, la capital de Marruecos, en una familia pobre y numerosa. Tenía cuatro hermanos y tres hermanas. Había emigrado clandestinamente a Italia cinco años atras, todavía adolescente, con el sueño de encontrar una ocupación bien remunerada y enviar cada mes dinero a sus padres. Desembarcado en las costas de Sicilia después de haber atravesado el mar que separa África de Europa en un viejo buque cargado de desesperados como él, se había trasladado al norte, en la ciudad de Turín.
Había empezado trabajando de albañil en una empresa constructora, por tres euros a la hora. Cuando se quejaba del sueldo de hambre y de los maltratos que sufría, el dueño italiano de la empresa lo insultaba:
- ¡Marroquí de mierda! ¡Vuelve a tu país!
Pagaba un alquiler de trescientos euros al mes para poder habitar en un departamento derruido de sesenta metros cuadrados junto a ocho connacionales y a una oveja.
Un día la oveja había caído de una ventana quedada abierta. Los otros condóminos del edificio, al ver al animal muerto en un charco de sangre en el patio, habían avisado a las fuerzas del orden, que a su vez habían mandado a un veterinario de la Empresa Sanitaria Local a secuestrar el cadáver.
Ahmed y sus coinquilinos, sin embargo, querían quedarse con la oveja para comérsela y habían impedido por la fuerza al veterinario que se la llevara. Para consentirle al veterinario tomar el cadáver habían tenido que intervenir los carabineros.
Ahmed había sido acusado injustamente de haber dejado abierta la ventana de la que había caído la oveja y echado de casa. Como no había encontrado otra vivienda al alcance de sus escasos ingresos, se había ido a vivir en una chabola de chapa debajo de un puente que se erguía sobre el río Po. Comía en un comedor para indigentes y, cuando tenía problemas de salud, se hacía curar en un laboratorio médico para inmigrados irregulares y clandestinos gestionado por religiosos católicos. En cuanto a la higiene personal, se bañaba en las aguas del Po. El miedo a ser expulsado de Italia y repatriado a Marruecos nunca lo abandonaba.
Una tarde, en un parque, había conocido a una chica italiana de origen sureño que había enseguida mostrado interés hacia él. Carmela, así se llamaba la chica, era dependienta de una cooperativa y hacía limpiezas. Además de ser pobre, era fea. Tenía enormes pechos flojos, grasa mal esparcida sobre todo el cuerpo, rasgos marcados y vulgares y le faltaban ocho dientes.
Para conseguir la nacionalidad italiana, Ahmed se había fingido locamente enamorado de ella y la había convencido a casarse con él.
La ceremonia se había desarrollado sólo por lo civil, porque Carmela era católica y no tenía ninguna intención de convertirse a otra religión.
Como en provincia la vida es menos cara, después de la boda habían encontrado una casa en un pueblo del cinturón de Turín.
Ahmed habría deseado a una esposa servicial, obediente y dócil como las mujeres marroquíes de sus amigos. En cambio Carmela era prepotente y rebelde. Se negaba a ponerse el velo y comía carne de chancho. Era glotona en particular de würstel.
Recurrir a la violencia para someterla era inútil y hasta riesgoso: Carmela era más alta y más fuerte que él. Ahmed la había golpeado una sola vez con una bofetada, y ella había reaccionado asestándole como una furia tantos puñetazos que se había quedado un día entero en la cama dolorido antes de restablecerse.
Después de algunos meses de matrimonio Carmela se había quedado embarazada. Ahmed había sido contentísimo al descubrir que su primogénito era un varón. Desgraciadamente el niño era feo y creciendo se ponía cada vez más gordo. Además su madre había querido llamarlo Calogero, un nombre que Ahmed consideraba horrible.
El embarazo había deformado aún más a Carmela, pero no había dinero para el gimnasio. Y por encima ella, en lugar de hacer dieta, se atracaba de comida.
Desde cuando había nacido el niño Carmela obligaba a Ahmed a ayudarla a hacer las limpiezas en casa. Si él se negaba gritaba tan fuerte que la sentían hasta en la calle. Cuando lavaba los vidrios de las ventanas Ahmed bajaba las persianas enrollables porque le daba vergüenza que los vecinos lo vieran mientras desarrollaba tareas que les correspondían a las mujeres.
Ahmed y su esposa hablaban poco. No eran una pareja unida. Cuando se peleaban la chica no le ahorraba ofensas y recriminaciones.
- Deberías besar la tierra donde camino. Gracias a mí has obtenido la ciudadanía italiana. - le echaba a menudo en la cara.
- Vosotros musulmánes queréis tener a las mujeres como esclavas. Pero conmigo te va mal. Yo soy una mujer libre. - se jactaba.
- Yo no te necesito. Si no te gusta vivir así, puedes volver a morirte de hambre en Marruecos. ¡A nado! - lo desafiaba.
Las relaciones entre Ahmed y los parientes de su esposa eran bastantes tensas. La madre y los hermanos no aprobaban la decisión de la chica de casarse con un inmigrado norteafricano, pero no se habían opuesto a la boda, sobre todo porque Carmela tenía un carácter testarudo y agresivo.
Ahmed se sentía solo y triste. Lejos de su familia de origen, rodeado por personas insensibles y hostiles, tampoco podía invitar a su casa a sus amigos. Al ver cómo lo trataba su esposa se habrían reído de él. Además no le gustaba nada de Italia. El clima frío, el cielo a menudo gris, la antipatía y el egoísmo de la gente lo deprimían. El único momento del día en que estaba sereno era la media hora que transcurría en un bar del pueblo frecuentado por marroquíes. En esos treinta minutos le parecía encontrarse todavía en su querida África, pobre pero feliz.
Ahmed no aguantaba más la vida con Carmela, pero no tenía ánimo para separarse. Sin un sostén económico, con toda probabilidad acabaría durmiendo sobre los bancos de las avenidas o vendiendo droga. Había emigrado de Marruecos en busca de una existencia mejor, no para ser mendigo o delincuente.
Aburrido por los programas televisivos, Ahmed sacó del cajón el camello que había comprado para Calogero.
- ¡Hola! ¿Cómo te llamas? - le preguntó mirándolo en los ojos.
Precisamente en aquel momento entró en la habitación su esposa.
- ¿Estás hablando solo como los locos?
- No. - contestó el hombre con grande incomodidad.
- ¿Y entonces con quién hablabas? ¿Con el camello?
- No. Sólo he dicho en voz alta que hoy hace frío.
- Yo me voy a trabajar. Tienes que cambiar el pañal al niño y arreglar la cocina. Limpia todo bien. A mi regreso quiero poder comer sobre estas baldosas.
Cuando Carmela estuvo suficientemente distante para no sentir sus palabras, Ahmed le gritó:
- ¡Ándate! ¡Ándate a trabajar! ¡Culona!... ¿Quién te crees que eres? Eres fea, gorda. Me da asco acostarme contigo. No es verdad que te adoro. Me he casado contigo solo para conseguir la nacionalidad italiana.
Luego, de mala gana, tomó una escoba y se echó a barrer el suelo.
- Nunca haces lo justo. Nunca haces lo justo. - despotricó con tono malo, en una grotesca imitación de su esposa, antes de suspirar melancólicamente:
- Debía hacerle caso a mi mamá, que siempre me decía “¡Cásate con una marroquí!”


LOS CONVIVIENTES

Simona miró fijo a Maurizio con una cara hosca.
- Esta casa es una pocilga. Tú nunca haces nada. Cuando vuelves del trabajo te echas a ver la televisión y ya no mueves un dedo. - se quejó.
- Estoy cansado. - suspiró Maurizio.
- Yo también estoy cansada, pero limpio igualmente. Si quieres seguir invitando a los amigos a casa tienes que hacer tu parte tú también. Si no ya no invitamos a nadie.
- ¿Pero qué le importa a nuestros amigos si la casa está limpia o sucia?
- Me importa a mí.
- La casa de Anna y Marcello es mucho más sucia que la nuestra.
- No me interesa. A mí me gusta tener una casa limpia y en orden.
Simona y Maurizio tenían ambos treinta y nueve años y convivían desde hacía seis. Se habían conocido en un bar de su ciudad, Milán.
Físicamente Simona no correspondía al tipo de mujer que le gustaba a Maurizio: alta, llamativa, con pechos grandes. Al contrario, era de mediana estatura y bastante insignificante.
Simona estaba atraída por Maurizio, pero lo consideraba un poco estúpido y vulgar.
La falta de un compañero había sido el factor determinante en la base de su decisión de comprometerse y compartir el mismo departamento.
Maurizio se había convertido en el hazmerreír de sus amigos. Siempre se había jactado de tener relaciones con chicas hermosísimas con un cuerpo magnífico. El hecho que se había juntado con una sosa como Simona demostraba que las suyas sólo eran las patéticas mentiras de un frustrado.
La escasa atracción física con el pasar de los años se había desvanecido, a pesar de los esfuerzos de ambos para obstaculizar la inexorable acción desoladora del tiempo. Simona, empujada por su compañero, se había operado los pechos y los labios. La intervención en los pechos había salido bien, pero la en los labios había tenido consecuencias desastrosas y la boca en el centro ya no se cerraba completamente. Maurizio iba tres veces a la semana al gimnasio, no obstante había engordado quince kilos. Además se le estaba cayendo el pelo en la frente y en el ápice de la cabeza.
También el cariño entre Simona y Maurizio se había poco a poco disuelto. Ahora entre ellos sólo quedaba molestia e indiferencia.
Ninguno de los dos tenía el ánimo para dejar al otro por la misma razón por la que habían iniciado su convivencia: el miedo a la soledad, a los cambios, al ignoto. Temían no lograr encontrar a un nuevo compañero, o encontrar a uno todavía peor que el precedente.
A menudo peleaban: por el manejo del dinero, por la división de las tareas domésticas, por la elección de los lugares a los que ir de vacaciones.
Hacían sexo una sola vez a la semana, velozmente y sin empeño.
No tenían niños y ninguna intención de concebir a uno. Los hijos representaban una carga demasiado gravosa, una inaceptable limitación a su libertad.
Maurizio cada día veía en televisión, en los periódicos, en internet miríadas de chicas estupendas y se sentía infeliz porque no tenía una compañera así para exhibir a sus amigos. Envidiaba a los ricos, que podían permitirse a todas las mujeres que deseaban, mientras él tenía que conformarse con Simona.
Simona también aspiraba a una vida diferente, animada por viajes, relaciones sociales estimulantes, amores apasionados.
Ambos anhelaban desesperadamente salir de la capa de insatisfacción colosal que envolvía sus existencias. Para aliviarse un poco había el alcohol y los porros. Ocasionalmente compraban cocaína, que consumían en casa junto a sus amigos.
Simona traicionaba a Maurizio con el pensamiento. Por la tarde, en la oficina, y por la noche, antes de acostarse, chateaba por horas con dos hombres conocidos en internet.
Además de las actuales traiciones virtuales en el pasado había tenido una relación de dos meses con un insulso colega de trabajo casado. Después había habido alguna otra fugaz aventura, basada exclusivamente en el sexo.
Una vez a la semana se concedían una noche de libertad. Simona iba a la pizzería y luego al cine o a la discoteca con sus amigas. Maurizio iba solo a los night clubs. Su predilecto era el Red Moon, porque allí se exhibía Miriana, una estatuaria rumana poco más que veinteañera que lo enloquecía.
Su pasión por las bailarinas de lap dance era muy costosa. En una sola noche podía gastar hasta 500 euros. Por suerte con su trabajo de plomero ganaba bastante. Entre todas, prefiría a las chicas del este europeo. De éstas, la mejor era Miriana. Dulce, amable, comprensiva. Una vez le había pedido que se casara con él, pero ella había rechazado.
- Si fuera rico habría aceptado. En cambio sólo soy un plomero. No tengo bastante plata. Ella quiere darse la gran vida. - había pensado Maurizio con pena.
Con las chicas de los night clubs el sexo era indudablemente mejor que con Simona. Ellas eran mucho más bellas y más jóvenes, y más desinhibidas también.
Todas las noches Maurizio visitaba sitios pornográficos en internet.
Con las prostitutas de la calle sólo se había ido raramente, para probar, pero no le había gustado el entorno en que ejercían su profesión. Demasiada escualidez, demasiada suciedad. Demasiados transexuales, que le daban asco.
Simona sabía que Maurizio frecuentaba los night clubs. Una vez, hurgando en los bolsillos de su campera, había encontrado un recibo del Red Moon. En un principio se había enfurecido y había decidido hacerle una escena, luego lo había reflexionado bien y había comprendido que era mejor no decir nada, ya que de cualquier modo él hubiera reaccionado no lo dejaría.
En Simona aumentaba cada día más la necesidad de aturdirse. Los licores y las drogas ya no le bastaban y había empezado a tomar antidepresivos y ansiolíticos. Aunque era peligroso, a veces mezclaba juntos todas esas sustancias.
- ¿Has acabado de romperme las pelotas? - preguntó Maurizio, exasperado.
Simona adquirió una expresión que la hacía parecerse a una bruja malévola.
- ¡Ay, te rompo las pelotas!
- Sí, me estás rompiendo las pelotas. Nunca estás contenta de nada. Eres peor que mi madre.
La voz de la mujer se puso chillona.
- ¿Qué pretendes? ¿Qué sea tu cocinera y tu empleada doméstica mientras tú estás despatarrado sobre el sofá?
- ¡Para, carajo! Siempre he hecho yo también las tareas.
- Siempre has hecho el mínimo indispensable, y a veces tampoco aquél.
- ¡Ya basta!
Maurizio siempre había evitado discutir con Simona de sus dificultades de pareja.
- Como de costumbre no quieres enfrentar los problemas que tenemos.
- Con una loca histérica no. Voy a darme una vuelta.

- Adónde?

- Adonde carajo me da la gana.
- Sé adónde vas. A un night club a despilfarrar tu plata con alguna puta.
- ¡Pero ándate al carajo!
Maurizio salió de casa dando un portazo.
A Simona se le llenaron los ojos de lágrimas por la rabia. Estaba harta de él y de la vida junto a él.
La mujer buscó convulsamente las pastillas que le servían para calmarse y tragó un puñado, sin ni siquiera beber agua.
Luego envió mensajes a través del celular a todos los que conocía, pero no encontró a nadie disponible para hacerle compañía.
Entonces encendió la computadora y se enlazó a internet.
Sus dos amantes no estaban, ocupados quizás dónde y con quizás quién.
En el chat un usuario con el apodo Nieve le preguntó "Cuántas personas se han enamorado de ti?".
- ¡Qué pendejo ese Nieve!… Diez hombres. Diez hombres que no valían nada, que quizás no estaban ni siquiera realmente enamorados de mí. Quizás ellos también han fingido enamorarse, como yo he hecho tantas veces.
También la pregunta opuesta, "De cuántas personas te has enamorado?", no llevaría a consideraciones más agradables.
El amor, aquél verdadero, nunca había entrado en su vida.
Simona apagó la computadora. Las discusiones vanas con la comunidad de internet no lograban aplacar la sensación de soledad que la atenazaba.
Sólo las píldoras podían darle un poco de alivio, por lo tanto engulló otro puñado.
- Estoy cansada. - murmoró mientras se tendía en el sofá.
Maurizio transcurrió la noche en el Red Moon, con Miriana.
A su regreso encontró a Simona muerta por una sobredosis de tranquilizantes.
De las cosas de su conviviente se libró pocos días después del funeral. Ni hizo el esfuerzo de traerlas al cura de la iglesia a doscientos metros de casa para que las distribuyera a los pobres de la parroquia. Simplemente llenó el contenedor de la basura más cercano.


EL VIEJO Y LA CUIDADORA

El teléfono del pasillo sonó.
El viejo sabía que era su hija. Sandra lo llamaba todos los días a la misma hora, las ocho por la tarde.
- ¿Cómo estás hoy?
- ¡Mal! ¿Cómo puedo estar bien con todas las enfermedades que tengo?
- ¿Quieres que te haga hospitalizar unos días en una clínica?
- ¡No! - exclamó rabiosamente el viejo - Yo no me voy a la clínica. Y tampoco al hospital… Cuando te dan de alta te llevan al hospicio con la excusa que debes hacer la convalecencia y no vuelves más a casa... Yo quiero morirme en mi casa.
- ¿Con Miriana cómo te encuentras?
- ¡Mal! Para comer me prepara todas cosas duras que no logro masticar.
- Trata de tener paciencia.
- Deberías ser tú quién me cuida.
- Papá, sabes que no puedo. Tengo que ocuparme de mi familia.
- Un día tú también serás vieja. Espero que tus hijas te abandonen como tú has hecho conmigo.
- Yo no te he abandonado. He encontrado a una cuidadora que está contigo día y noche.
- Yo no quería una cuidadora. Con aquélla en casa ya no soy libre de hacer lo que me da la gana… Y además consume demasiada electricidad. Siempre tiene todas las luces encendidas. Hoy le he prohibido usar la lavarropas.
- ¿No querrás obligar a aquella pobrecita a lavar todo a mano? Es una empleada doméstica, no una esclava… Ahora es mejor que te acuestes.
- ¿Adónde tienes que irte? ¿Al cine? - preguntó el viejo con acrimonia.
- Tengo que irme a planchar. ¡Chau!
- ¡Chau!
Miriana, la cuidadora del viejo, tenía veintitrés años y era rumana. Apenas llegado a Italia, en Milán, había trabajado en un night club llamado Red Moon: bailaba la lap dance y entretenía a los clientes. Enviaba casi todo el dinero que ganaba a Rumania para sus dos hijos, un varón de cinco años y una niña de tres años y medio, concebidos con un hombre que, no queriendo asumir sus responsabilidades, un día había desapareció sin dejar rastros. Los niños vivían con los abuelos maternos. Miriana añoraba mucho a sus hijos y sufría porque el varón, ofendido por haber sido abandonado, se negaba a hablar con ella por teléfono.
Después de cuatro meses Miriana se había despedido del night club, decidida a cambiar de vida. Ya no lograba hacer sexo con los clientes.
La mayoría de los frecuentadores del Red Moon eran feos. Poquísimos eran bellos. Algunos eran pasables. Pero no la molestaba sólo el aspecto físico. Lo que no toleraba más era la vulgaridad, la falta de respeto hacia las chicas como ella, constreñidas a vender su cuerpo para sobrevivir y mantener a la familia. Unos clientes le habían hecho propuestas de convivencia o de matrimonio, pero siempre las había rechazado porque no quería un compañero o un marido acomodado. Quería un trabajo serio.
De Lombardia Miriana se había trasladado a Piamonte, la región italiana con el más alto porcentaje de ancianos. A través de los avisos de un periódico local había encontrado varios empleos como cuidadora. Muy pronto se había dado cuenta que los viejos italianos eran tacaños, maleducados, egoístas, cínicos y quejosos. Además ganaba mucho menos que en el Red Moon. Pero se conformaba, con tal de no volver a prostituirse en un local nocturno.
- Es hora de la inyección.
- ¡Vengo! ¡Vengo! - masculló el viejo con tono fastidiado mientras iba a la cocina - Usa poco algodón.
El hombre se puso de espaldas delante de Miriana y se bajó los pantalones. Mientras la chica le desinfectaba la parte para pinchar un relámpago de malicia le brilló en los ojos.
- ¿Te gusta tocarme, verdad? - le preguntó.
- A mí me gusta tocar a mi novio, que es joven y hermoso. - dijo Miriana, y le introdujo con fuerza la aguja de la jeringa en la piel marchita.
Algo había ocurrido en su cerebro. Hasta aquel momento siempre había sido muy paciente con el viejo y había soportado sus quejas ofensivas sin reaccionar. Pero ahora las cosas habían cambiado. Él había revelado su verdadera naturaleza. Era un cerdo, como los clientes del Red Moon.
- ¡Ay! ¡Me has hecho daño! Tú no eres capaz de hacer este trabajo.
- Yo sé hacer este trabajo. He frecuentado un curso para el cuidado de ancianos y tengo un certificado profesional. Y también tengo una licenciatura.
- ¿Una licenciatura?
- ¡Sí! En biología. Comparado conmigo tú eres un pobre ignorante. Tú sólo has cursado la escuela primaria.
- Aquí en Italia tu licenciatura no vale nada. Y yo no soy ignorante. He estudiado poco, pero sé muchas cosas.
- ¿Eres capaz de usar la computadora?
- Sé tantas otras cosas.
- Cosas que no sirven para nada. Ahora ándate a la cama a dormir. Es tarde.
- Usa tu celular para llamar. Si descubro que has usado mi teléfono te saco dinero del sueldo.
- ¡Qué agarrado eres!
- Si sigues tratándome mal se lo digo a mi hija.
- Díselo nomás. ¿Piensas que le importe? Ella está cansada de ti y no vee la hora que revientes.
- ¡No es verdad! ¡Te hago despedir!
- Uno de estos días tu yerno llega aquí y te comprime la almohada sobre la cara hasta sofocarte. Luego dirán que has muerto en el sueño.
Las palabras de Miriana suscitaron un sentimiento de angustia en el viejo, que dijo, más para convencerse a sí mismo que a la chica:
- Cuando te mueres en casa te hacen la autopsia.
- Te hacen la autopsia sólo cuando te mueres en la calle.
- ¡Asquerosa! ¡Ándate al carajo!
- Y tú acuéstate, antes que te meta la cabeza en el pañal.
El viejo, refunfuñando entre sí, se fue a su cuarto. Miriana, quedadase sola, llamó a su madre con el teléfono fijo del pasillo.
Al improviso el viejo, que la estaba espiándo detrás de la puerta, apareció delante de ella.
- ¡Te he dicho que no uses mi teléfono! ¿Con quién estás hablando? ¿Con tus parientes en Rumania? ¿Sabes cuánto cuesta? ¡Colga enseguida!
- ¡Ándate a dormir!
- ¡Colga!
- ¡Déjame en paz! ¡Vete!
- ¡Te ordeno colgar!
- ¡No!
- Ahora llamo a mi hija.
Miriana le dio un empujón al viejo, que se cayó de espaldas al suelo.
- ¡Ya basta! ¡No aguanto más! Prefiero ir a prostituirme en la calle que quedarme en esta jaula con un viejo malo como tú.
- ¿Adónde vas?
- ¡A tomar mis cosas!
- No puedes dejarme solo. Yo necesito ayuda.
- ¡Arréglatela!
- Mi hija te denunciará.
- Y yo la voy a denunciar por haberme hecho trabajar en negro.
Mientras Miriana metía sus vestidos en una maleta el viejo se arrastró lentamente y con gran fatiga hacia el teléfono. De repente se oyó el grito lejano de una sirena.
- ¡La ambulancia! - exclamó el hombre, aterrado.
Miriana, impasible, se despidió.
- Yo he llamado a la ambulancia. Están llegando los enfermeros para llevarte al hospital. Y cuando salgas del hospital te llevarán directamente al hospicio. Tú no volverás nunca más a tu casa.
Luego salió del departamento.
- ¡No! ¡La ambulancia no! ¡El hospital no! ¡El hospicio no! ¡El hospicio no! ¡El hospicio no! ¡El hospicio no!
El viejo continuó implorando con voz cada vez más flébil, mientras el sonido de la sirena se ponía cada vez más fuerte, cercano y amenazador.


LOS AMIGOS

Tullio todavía no había regresado del trabajo. Eleonora, su esposa, lo esperaba en el salón de su chalé en compañía de Diego, un amigo de la familia.
Tullio y Diego eran ejecutivos en la misma empresa, la Cossi, una fábrica constructora de maquinarias agrícolas. Diego había sido contratado sólo dos años atrás. Tullio en cambio trabajaba en la Cossi desde hace más de treinta años.
Diego tenía cuarenta años, quince menos que Tullio, y era soltero. En un primer momento había llegado a ser amigo de Tullio, sucesivamente de su esposa Eleonora también. Había empezado a frecuentar regularmente la casa de la pareja y la confianza entre él y la mujer se había vuelto cada vez más estrecha.
En los últimos tiempos Eleonora, cuando charlaba con Diego sin ser escuchada por Tullio, expresaba juicios poco lisonjeros sobre el marido. También en aquella fría y lluviosa tarde de diciembre lo pintó de manera bastante negativa.
- Tullio es así de aburrido. Su conversación es ordinaria, banal, llena de lugares comunes… Es un mediocre.
Y por primera vez confesó con amargura:
- Seguimos viviendo juntos sólo por costumbre.
Diego ya había intuido desde hace meses que Eleonora era una esposa insatisfecha. No estimaba a Tullio y no apreciaba sus cualidades. Pues estaba harta de una relación decepcionante, le aconsejó:
- Separaos, si no os amáis más.
- Deberíamos hacerlo… Pero él nunca aceptará la separación.
- Estoy seguro que si le hablas con sinceridad se resignará a que vuestro matrimonio ha acabado.
- No se resignará.
Diego insistió.
- Yo en cambio pienso que sí. En un principio será difícil para ambos, pero luego os daréis cuenta que es la solución más sensata. Que separarse es mejor que convivir sin tener nada más en común, como si fuerais unos extraños que comparten la misma casa… Tú te mereces ser feliz junto a otra persona, una persona a la que amas y que corresponde a tus sentimientos.
Eleonora quedó muy golpeada por las palabras de Diego y por el tono persuasivo con que las había pronunciado. Estuvo por decir algo pero fue interrumpida por la llegada de Tullio, que se disculpó por el retraso.
- ¿Acaso no habrás terminado aquel proyecto que debe presentar mañana Ferraro? - preguntó Diego - ¿Con todo el trabajo que tienes por qué te hace cargo también de el de los demás?
- Sabes qué testarudo es ese hombre. Cuando necesita ayuda te agobia hasta que haces lo que él quiere… Me voy a posar el abrigo.
- Es estúpido. - comentó Eleonora en cuanto Tullio salió del salón para alcanzar el dormitorio.
- No es estúpido. - rebatió Diego - Es que no está capaz de decir que no cuando le piden un favor. Es demasiado generoso y altruista.
- Para mí es un imbécil… No vale nada. En la cama también.
Después de algún minuto Tullio volvió al salón y propuso tomar un aperitivo antes de sentarse a la mesa para cenar.
- Me he enamorado de Diego. - reveló de repente Eleonora, mientras su marido vertía una bebida sin alcohol en un vaso.
Un silencio sepulcral envolvió la habitación y sus ocupantes.
Para romper el hechizo maléfico que parecía haber petrificado a Tullio y Diego Eleonora repitió:
- Me he enamorado de Diego.
Y añadió:
- Y él también me ama.
- ¡Es una broma! - exclamó Tullio, pasmado.
- No. Para nada. Te dejo por tu amigo.
- ¡Es absurdo!
- Estoy cansada de vivir en la hipocresía. Entre nosotros ha acabado todo y es mejor que nos separamos. Yo tengo el derecho a transcurrir mi vida con el hombre al que amo y que me ama.
- Yo no te amo. - afirmó Diego con incrédula asertividad.
Eleonora le dirigió una mirada asombrada.
- Pero antes… Cuando estábamos solos… Tú eras así…
- Te has equivocado… Tullio, ha llegado el momento. Tienes que contar la verdad a tu esposa.
- ¡Diego, por favor! - suplicó Tullio, con una mueca trágica en el rostro y un color térreo.
- ¿Cuál verdad? - preguntó Eleonora.
- No se puede continuar con esta… farsa.
Eleonora no entendió por qué Diego hubiera usado el término farsa.
- Si no se lo dices tú se lo digo yo.
Eleonora estaba cada vez más confusa.
- No. Se lo diré yo… Entre yo y Diego…
Tullio, por más que se esforzara, no lograba terminar la frase.
- Entre yo y Diego…
Eleonora comprendió y enseguida sintió una rabia feroz hacia Diego. En realidad no se había enamorada de él. Lo había elegido como futuro compañero sobre todo para humillar a su marido prefiriéndole un hombre más joven y atrayente.
- Te has introducido en esta casa con el solo fin de arruinar nuestro matrimonio. - acusó Eleonora con voz impregnada de rencor.
- Vuestro matrimonio ya estaba arruinado antes que yo y Tullio nos conociéramos.
- No es verdad. Teníamos algún problema, como los tienen todas las parejas.
El dueño de casa trató de calmar a los presentes.
- Intentemos afrontar la situación con tranquilidad y racionalidad
- ¿Cómo puedo estar tranquila después de lo que he sabido? Vosotros me habéis engañado, me habéis tomado el pelo. Sois dos miserables deshonestos y mentirosos.
- No os amáis más. ¡Basta ya! ¡Separaos!
- ¿Te gustaría que nosotros dos nos separáramos, verdad? Convencerme a divorciar siempre ha sido tu propósito desde el primer día en que has entrado en esta casa. Eres un ser falso y traidor.
- Sólo he tratado de hacerte razonar, de hacerte comprender que no tiene sentido que tú y Tullio sigáis viviendo juntos.
Eleonora decidió que no le dejaría Tullio a Diego. Se quedaría con su marido a toda costa, para hacerle un desprecio al amigo por el que se sentía traicionada.
- No me separaré de Tullio. No te daré esta satisfacción.
- Repítele a Tullio lo que antes me has dicho a mí. Que lo encuentras aburrido, banal, mediocre. Que es un estúpido, un imbécil. Que no vale nada, en la cama también.
- Yo no quiero separarme de Tullio. - reafirmó Eleonora - Y tampoco mi marido quiere la separación. Para él es demasiado importante guardar las apariencias. Es por esto que se ha casado conmigo, ¿verdad? Para esconder sus... gustos. Tú nunca lo tendrás.
Tullio, sentado en un sillón con la espalda curva hacia adelante y la cabeza gacha entre las manos, se sentía extremamente a disgusto y habría querido desintegrarse en el universo para poner punto final a todas sus tribulaciones. Su esposa y su amante estaban luchando como dos bestias salvajes que se disputan una presa y él no sabía qué hacer para interrumpir aquel espectáculo penoso.
Si Eleonora no se hubiera enamorado de Diego todo continuaría como antes. Su relación con Diego habría quedado secreta.
Diego se le acercó a Tullio y lo exhortó:
- Di algo.
- ¿Qué quieres que diga? No ves que esta historia lo ha destruido, aniquilado. Es un débil. No logra reaccionar a las dificultades. Nunca tendrá el ánimo de pedir la separación.
Frente a la inmovilidad de Tullio Diego salió del chalé con largos pasos rápidos.
Después de algún instante, en un arrebato de desesperación, Tullio le corrió atrás hasta el jardín, llamándolo en voz alta:
- ¡Diego! ¡Espera!
Eleonora también se fue al jardín y, circundada por la oscuridad gélida de la noche, gritó en señal de advertencia y desafío:
- ¡No lo convencerás a dejarme!… ¡Tullio es mío!


LA CARTOMÁNTICA Y EL JUBILADO

A las once y cuarto Mario bajó de la bicicleta, la apoyó contra un árbol de una avenida y se sentó en un banco, junto a una mujer de mediana edad. Poco lejos tres mirlos saltaban y picoteaban el terreno recubierto de hojas secas. Un pequeño sol reluciente parecía estampado en el cielo de un color azulino. De vez en cuando una hoja muerta se despegaba y caía revoloteando de las cabelleras enmarillecidas de los castaños de la India.
El aire estaba tibio. Apenas salido de casa, en cambio, hacía frío. Desde las ocho de la mañana Mario andaba en busca de alguna persona con la que tener una conversación, sin mucha suerte.
El lunes era el día peor de la semana. Por las calles circulaba poca gente.
Mario siempre salía en bicicleta, también en pleno invierno y con temperaturas polares. Cuando veía a un conocido se paraba para charlar con él. Muchos, sin embargo, sólo le saludaban y seguían derecho. Quizás tenían prisa. Algunos hasta fingían que no le habían visto. Él se quedaba decepcionado, pero no se daba por vencido y volvía tercamente a batir la ciudad para encontrar a seres humanos con los que dialogar.
Ir a la caza de sus presas en coche o a pie era demasiado incómodo. La bicicleta, en cambio, era el medio ideal. Le permitía recorrer la ciudad a lo largo y a lo ancho velozmente, sin problemas de tráfico o parqueo. En su bicicleta podía pararse en cualquier momento y perseguir a las presas también en las calles más estrechas y en las zonas de tráfico limitado.
Mario se dedicaba a la caza en bicicleta desde cuando se había jubilado, para llenar el tiempo libre. Las horas a su disposición eran muchas, pues no tenía ningún hobby ni ancianos padres a que cuidar y de las limpiezas de casa y de la compra se encargaba su esposa. Excepto asistir a la misa el domingo por la mañana, como único pasatiempo a veces iba al cine o a un concierto de música clásica, solo.
Antes de jubilarse Mario había trabajado por cuarenta años como empleado en una oficina del correo junto a cuatro colegas que no hacían nada todo el día y le tomaban el pelo porque en cambio él se deslomaba por ocho horas con la cabeza gacha sobre el escritorio.
La mujer sentada al lado de Mario era una cartomántica. Su nombre era Paola Valle. Su seudónimo Zoraida.
A causa de su profesión Zoraida estaba acostumbrada a estudiar a las personas y a dividirlas en categorías. Entendió enseguida a cuál categoría pertenecía Mario: la de los gafados.
Sobre los sesenta años, rechoncho, casi calvo con el emparrado, expresión apacible y afable. Tenía la alianza en el dedo, por lo tanto estaba casado. Casi seguramente infelizmente.
- Ahora sale con una frase cualquiera para pegar la hebra. - pensó la cartomántica.
No se equivocaba. La frase cualquiera llegó antes de que dejara de pensar que llegaría.
- Esta mañana hacía mucho frío. Por suerte ha salido el sol y la temperatura ha subido.
- Ahora es otoño. - dijo Zoraida para animar al hombre a seguir hablando, cierta que, después de haber pronunciado algunas banalidades, empezaría a describirle las miserias de su vida privada.
- Yo soy jubilado. ¿Usted todavía trabaja?
- Sí. Soy cartomántica.
- ¿De verdad?
- Recibo en mi estudio y me ocupo de una página en la revista "Soap operas y telenovelas". Contesto el correo de los lectores. Ellos me escriben su fecha de nacimiento y sus problemas y yo les predigo el porvenir.
- ¿Que tipo de problemas tienen las personas que se dirigen a usted?
- Le voy a leer unas cartas, para que se haga una idea.
La cartomántica sacó de su cartera una decena de sobres atados con un elástico. Tomó una hoja de un sobre y leyó en voz alta:
- Querida Zoraida... Zoraida es mi seudónimo. En realidad me llamo Paola. ¿Usted cómo se llama?
- Mario.
- Soy Irina, una chica extranjera de Rumania. Mi fecha de nacimiento es 28/08/1984. Estoy enamorada de Stefan Radu, el jugador de Lazio. ¿Puedes decirme su número de teléfono?… ¿Quiere saber qué voy a contestar?
- Sí, claro.
- No conozco los números de teléfono de los jugadores de fútbol, y aunque los conociera no podría divulgarlos públicamente. Dentro de dos meses encontrarás a un chico italiano con que te comprometerás.
La cartomántica dobló la hoja, la repuso en el sobre y tomó otra carta.
- Querida Zoraida, me llamo Graziella y he nacido en Sásari el 25/3/1964. Estoy sola y mi única compañía era mi gato Terence, que tenía el vicio de pasar de mi balcón a el de mis vecinos. Ayer ha caído del balcón de mis vecinos y después de un vuelo de cinco pisos ha muerto. Ellos dicen que ha caído porque los ha visto y se ha asustado, pero yo no les creo. Estoy segura que ellos lo han tirado abajo. Terence no le hacía mal a nadie. No logro resignarme a su muerte y lloro todo el día. Si ves en las cartas que mis vecinos son culpables voy a denunciarlos a los carabineros… Respuesta. La muerte de tu gato ha sido un accidente. En todo caso no tienes pruebas para acusar a tus vecinos. Tómate a otro gato y apégate a él. Y no dejes que se introduzca en las casas de los demás.
Tercera carta.
- Querida Zoraida, tengo 82 años. He nacido el 3 de octubre de 1926 en Pescara. Mi hija ha enviudado hace cinco meses. Su hijo y su marido han muerto en un accidente de tráfico. Ella sigue repitiéndome que yo habría tenido que morir y no ellos, porque soy vieja e inútil. Tengo miedo a que mi hija me mate. Firmado Adele… Respuesta. Tu hija está deprimida porque ha perdido al marido y al hijo. No tiene ninguna intención de matarte. Tú trata de no crearle problemas y no te quejes. Vivirás todavía muchos años.
Cuarta carta.
- Querida Zoraida, soy un hombre desesperado. Un día, mientras mi esposa estaba en otra ciudad, regresando del trabajo he visto a una prostituta en el arcén de la carretera. Me he parado y la he llevado a mi casa para ayudarla, porque me ha dicho que era drogadicta y quería cambiar de vida. Te juro que yo no tenía segunda intención, sólo quería ayudarla. Aquella mujer me ha robado dinero y bibelotes y luego ha desaparecido. Cuando mi esposa ha vuelto se ha percatado que faltaban cosas y he tenido que confesarle la verdad. Ella se ha enfadado y me ha dejado. Te ruego, dime si mi esposa volverá conmigo. He nacido el 18 de junio de 1968 en Pavía. Me llamo Silvano pero no escribas mi verdadero nombre en el periódico… Respuesta. Tu esposa no volverá. Dentro de dos años encontrarás a otra mujer con la que irás a convivir y con la que te casarás después del divorcio.
Mario parecía sinceramente interesado en las estupideces que escribían los lectores de "Soap operas y telenovelas".
- Más que a una cartomántica muchas personas que me contactan necesitarían a un psiquiatra. - comentó Zoraida.
- ¿Me echaría las cartas?
- No, no sirve. Usted necesita a alguien que le escuche, no a alguien que adivine su porvenir.
- No es fácil encontrar a personas que te escuchen… Tampoco mi esposa me escucha.
- ¿Está casado?
- Sí.
- ¿Y tiene hijos?
- Una hija... Ella tampoco me escucha... Antes de encontrar a mi esposa por siete años he sido el novio de otra chica. Nuestra relación era tranquila. Ella era cariñosa, dulce… Luego me ha dejado… Me he quedado solo a los treinta años.
El cuento de las miserias privadas había empezado.
La cartomántica reflexionó que la novia de Mario no había tenido el ánimo de ligarse en matrimonio a un hombre que no amaba. Al contrario de muchas cliente suyas, a falta de algo mejor, no se había conformado con una unión sin pasión.
- Después de unos meses he conocido a una mujer con cinco años más que yo, todavía soltera. No era bella, pero era rica… Y yo estaba solo… Nos hemos comprometido y luego casado.
- ¿Se lleva bien con su esposa?
- No tanto… Tenemos carácteres diferentes… Mi esposa es brusca, autoritaria… Nunca quiere ir a ninguna parte. Sólo sale para ir a la compra, sola. Cuando yo salgo se queja porque querría que me quedara con ella para hacerle compañía. Pero yo en casa me siento prisionero. Necesito ver a gente.
- ¿Van de vacaciones?
- La última vez que hemos ido ha sido hace veintidós años, a Gressoney.
- ¿Prefiere la montaña al mar?
- No. El mar también es lindo… A mí me gustaría viajar, visitar nuevas ciudades, nuevos países. Conocer nuevas civilizaciones. Pero con mi esposa no se puede.
Después de algún instante de silencio, Mario confesó:
- Mi esposa nunca ha hecho un gesto de cariño hacia mí.
Zoraida había acertado. Mario era un hombrecito frustrado casado con mujer vieja, fea y mala. Era una criatura sensible, sedienta de amor y comprensión.
- Tengo sesenta y tres años y siento que he desperdiciado mi vida.
- No puede imaginarse cuántas personas con problemas mucho más graves que los suyos existen en el mundo. Cada año recibo a centenares en mi estudio, sin contar a las que escriben a mi página en el periódico. - dijo la cartomántica, que había llegado a la conclusión que no habían escapes para Mario. El pobrecito no soportaba la soledad y se separaría de su esposa sólo si hubiera encontrado a otra compañera dispuesta a convivir con él. ¿Pero cuál mujer normal habría querido a uno así? A lo más podía encontrar a una italiana muerta de hambre o a una extranjera inmigrada sin casa y sin dinero. Mujeres que lo explotarían económicamente pero nunca podrían darle el amor al que él anhelaba.
Zoraida se levantó. Era mejor truncar el discurso antes que su interlocutor se adentrara en revelaciones aún más íntimas y penosas que lo pondrían aún más infeliz.
- Tengo que irme a preparar el almuerzo. ¡Adios!
- ¿Puedo acompañarle? - se ofreció Mario tímidamente.
De los labios de la cartomántica salió un sí reluctante. La mujer no quería que aquel individuo descubriera donde habitaba. Además se avergonzaba que la vieran por ahí con semejante tonel. Siempre había tenido compañeros más jóvenes que ella y hermosos.
Durante el trayecto Mario llevó consigo la bicicleta tomándola por el manillar. Llegado delante del edificio de Zoraida se despidió con un apretón de manos. Luego la cartomántica entró en el zaguán, volvió a la derecha y con el ascensor alcanzó su departamento.
Mario estaba contento con haber trabado una nueva amistad. Miró el reloj de muñeca. Las manecillas señalaban las doce y diez. Él siempre volvía a casa a las trece, por lo tanto le quedaban cincuenta minutos de tiempo que llenar. Subió a la bicicleta y recomenzó su caza cotidiana de presas humanas hablantes.
Zoraida se asomó a la ventana de su dormitorio, en el que, siendo en el quinto piso, había una amplia vista del área circunstante. Mario, ridículo hombrecito necesitado de cariño y consideración, estaba pedaleando lentamente a lo largo de una calle que desembocaba en el centro de la ciudad.
- Espero no encontrarlo frente a mi casa cada vez que salgo o regreso. - pensó la cartomántica.
Y antes de que se fuera a la cocina a cocer la pasta se le escapó un suspiro:
- ¡Pobre Mario!


EL DUEÑO DE CASA Y LA NIÑERA

Carlo miró fijo la calle más allá de los vidrios de la ventana de la biblioteca. Los transeúntes que desfilaban delante de sus ojos se dedicaban a sus asuntos, ajenos a los problemas que lo estaban atormentando. Un manto de nieve de resplandor siniestro revistía los techos de los edificios y las aceras. El cielo era de un blanco inquietante.
Carlo se encontraba en un apuro muy grande. Cinco meses antes su esposa Anna se había trasladado a Roma para cuidar a la madre enferma. Durante la ausencia de su consorte entre él la niñera de sus sus tres hijos pequeños, Maria, una bella chica de diecinueve años, había nacido una relación. Ahora Maria estaba embarazada y Anna, ya que su madre había sanado, estaba por regresar a casa.
- ¿Pero por qué me he metido en este lío? ¿Cómo logro salir? - continuaba interrogándose Carlo, presa de catastróficos presentimientos - Esta historia acabará muy mal.
Maria entró en el cuarto llevando en las manos una bandeja de plata sobre que estaba apoyada una taza de fina porcelana colmada de un líquido verde oscuro.
- Te he preparado una tisana. - dijo posando la bandeja sobre un escritorio.
Carlo le dio la mala noticia con tono grave y una expresión dolorida.
- Mi esposa vuelve la próxima semana.
- Sabía que antes o después sucedería, pero esperaba que este momento nunca llegaría.
- No puedes quedarte en esta casa. Si Anna descubriera que esperas un hijo sospecharía enseguida que es mío y armaría un follón. Ya no me permitiría ver a los niños. Los pondría en contra de mí... Le diré a mi esposa que te has despedido... Claramente te ayudaré a encontrar otro empleo. Pero no será fácil.
Maria miró a Carlo con ojos suplicantes.
- No quiero separarme de ti. Nosotros nos amamos. ¿Tú me amas, verdad?
- Más que a mi misma vida.
- ¿No me has engañado, verdad? ¿No me has hecho creer que me amas porque sin tu esposa te sentías solo y necesitabas una compañera? ¿Tú no me consideras sólo una aventura, verdad?
- ¡Claro que no!
- Me has repetido tantas veces que nunca has sentido por ninguna mujer lo que sientes por mí.
- Es verdad.
Carlo prorrumpió en un gemido desesperado.
- ¿Qué podemos hacer?
- ¿No deseas ver crecer a nuestro hijo?
- Pasaré con él todo el tiempo que pueda.
- A escondidas de tu esposa.
Maria se estrechó a Carlo con todas sus fuerzas.
- ¡Te ruego! ¡No me eches! ¡No me eches! - le imploró.
- Trata de comprenderme. Tienes que irte de esta casa. No hay otra solución.
- Escapamos juntos. Lejos. Juntos podemos afrontar y superar cualquier obstáculo.
Carlo negó con la cabeza.
- Sería una locura. Perdería a mis tres niños.
Maria se apartó del hombre y retrocedió un paso. Su expresión se endureció.
- Sabía que no habría debido confiar en uno como tú. Un holgazán que a los cuarenta y pico no trabaja y se hace mantener por la familia de su esposa. Eres un parásito, como todos los judíos. No te importan un carajo tus hijos. Tú no quieres dejar a Anna para no perder el dinero de tus suegros.
Carlo abrió tanto ojo, pasmado. No conseguía creer que una empleada doméstica, aunque su amante, le hubiera dirigido términos tan ofensivos, ásperos y descarados.
- ¿Cómo te atreves a hablarme así? Yo soy un intelectual, un artista.
- Un artista que escribe libros que ninguno lee. Los pocos ejemplares de tus obras que has logrado vender los han comprado tus parientes y tus amigos. Eres un escritor fracasado.
- Un ignorante que ni ha cursado el secundario no tiene la competencia para juzgar mi arte.
- No es necesario haber estudiado en la universidad para entender que tus novelas y tus poesías no valen nada.
Maria recalcó las palabras para hacer resaltar el concepto.
- Tú no tienes ningún talento.
- ¡Toma tus trapos y vete! - ordenó Carlo, tembloroso y cárdeno por la rabia.
- ¿Me estás echando de casa?
- ¡Sí! Ya no quiero tener nada que ver contigo.
- ¿Y nuestro hijo?
- ¿Cómo puedo estar seguro que es mío? Una que aprovecha la ausencia de la esposa para seducir a su marido es capaz de irse a la cama con quienquiera. ¡Quién sabe con cuántos otros hombres te has acostado además que conmigo!
- ¿Yo te he seducido? Tú me has seducido, con tus mentiras, con tus promesas. Siempre me has tomado el pelo.
- ¿Pues cuáles mentiras? ¿Cuáles promesas? Yo nunca te he prometido nada. ¡Te has portado como una vulgar prostituta de la calle!
- ¡Judío maldito! Espero tanto que un día no lejano venga alguien que exterminará a tu raza maldita. Hitler casi lo había logrado pero luego lo han parado.
Carlo agarró a Maria por los cabellos y la arrastró hasta la puerta que daba al pasillo.
- ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!
- ¡Contaré todo a tu esposa!
- Y yo negaré. Anna nunca le creerá a una como tú antes que a su marido.
Carlo arrojó a Maria de la biblioteca y cerró la puerta con la llave. Más allá de la pared la chica lo cubrió de insultos y lo amenazó:
- ¡Voy a hacértela pagar!
- ¡Harapienta! - gritó él.
- Tú también serías un harapiento si no te mantuvieran tus suegros.
Carl se puso a rumiar en voz alta, caminando nerviosamente de acá para allá por la habitación.
- No le permitiré a una miserable niñera de arruinar mi matrimonio… ¿Pero qué pensaba aquella loca? ¿Qué dejaría a una esposa rica para juntarme con una pobretona sin un centavo? ¿Qué abandonaría este edificio para irme a habitar en dos escuálidos cuartuchos en alquiler?... Tengo que encontrar de un vez por todas la manera de librarme de ella… Habría sido mejor si me hubiera ido a buscar compañía en una casa de citas. Las putas se conforman con el dinero y no pretenden que te enamores de ellas.
Maria no llevó a la práctica sus amenazas. Con la ayuda determinante de una considerable suma de dinero que se hizo prestar por un amigo, Carlo logró convencerla a desaparecer de su vida y no supo nunca más nada ni de ella ni del niño que habían concebido.


LAS CONOCIDAS

La señora Giovanna Castelli, jubilada de sesenta y siete años, subiendo al colectivo número 14 reconoció entre los pasajeros a la señora Enza Caruso, con sus acostumbrados vestidos raídos llenos de manchas y los zapatos desfondados. El colectivo partió y recorrió el barrio San Salvario de Turín bajo una lluvia batiente.
Enza Caruso había emigrado al norte de Sicilia a principios de los años '60. Se había casado con un hombre nacido en su misma región y había tenido cinco hijos, cuatro varones y una niña. Aunque había dejado el sur desde hacía muchos años, conservaba un marcado acento meridional.
Físicamente era bastante repugnante: cabellos grises híspidos siempre desgreñados; el labio superior y el mentón recubiertos de largos pelos negros y duros; piernas arqueadas por el peso y los años. Su boca desdentada, además, era un verdadero horror. Los pocos dientes quedados, cavados y ennegrecidos por la caries, eran esparcidos uno aquí y uno allá.
- Aunque tenemos la misma edad, yo no soy fea como ella. - pensaba con orgullo la señora Castelli - Yo tengo mi linda dentadura postiza. Me ha costado, pero puedo hablar sin avergonzarme. Me quito los pelos de la cara, voy todas las semanas al peluquero. Yo me cuido.
La señora Castelli sentía cierto desprecio hacia la señora Caruso, que además de ser descuidada y también un poco maloliente decía las palabrotas, pero con tal que charlar con alguien se sentó a su lado. Para intercambiar dos palabras se conformaba también con una sureña ignorante.
- ¿Cómo le va? - preguntó con el acento típico de los turineses.
- ¡Ay, mal! Tengo transístoles. Antes también en la calle me ha venido una.
- A mí siempre me duele la rodilla. Ya no logro caminar.
- Estoy preocupada por mi hija Carmela. Está casada con un marroquí. Yo no quería que se casara con él, pero no me ha escuchado.
- Un dolor tremendo, día y noche. El doctor dice que tengo que hacerme operar, pero no puedo. Mi esposo y mi hijo no se las arreglan solos.
- Él es albañil, en negro. Ella hace limpiezas, pero la cooperativa le paga poco.
- Ahora debo cuidar también a mi hijo Luca. Se ha separado de su mujer y ha vuelto a vivir con nosotros.
- La alcaldía, después de años que había preguntado, le ha dado una casa. Pero es toda fea, sucia y da asco.
- En casa hago todo yo. Mi esposo y mis hijos nunca me han ayudado.
- La casa sólo la dan a los que ellos quieren.
- Los hombres no son capaces de prepararse la comida. No son capaces de tener la casa limpia.
- A los inmigrados les dan todo, y a nosotros italianos, que tenemos más derecho, nada.
- Estoy cansada. No aguanto más. Sigo adelante a fuerza de analgésicos.
- Les dan las viviendas sociales y ellos las destruyen... Sobre mí habita una familia de egipcios que son unos inciviles.
- Ir a la compra es una tortura.
- Los niños gritan y saltan todo el día.
- Vamos a comprar a pie. Mi esposo ya no maneja porque tiene catarata. Ya no va ni siquiera en bicicleta.
- Echan las cosas por la ventana. Tomates, zapatos... Nos hacen hacer una vida de perros, aquellos negros de mierda.
- Mi hijo Luca no puede acompañarnos con el auto porque no tiene tiempo.
- Si dices algo se ponen cabreados y dicen que eres racista. A un vecino mío que se ha quejado con ellos, el marido le ha escupido encima y le ha dado un puñetazo en la cabeza.
- Los otros dos están casados. Entre el trabajo y la casa siempre están atareados. No pueden ayudarnos.
- Los políticos de la izquierda les dan la razón. La iglesia también los defiende.
- Es malo ser mujer. Es mejor nacer hombre, así te haces servir.
La señora Castelli no sentía ningún interés por los discursos de la señora Caruso y no los escuchaba. Así se perdió el cuento de lo que le había ocurrido a Carmela, la hija menor de su conocida.
- El pendejo de mi yerno una vez ha escapado de casa y se ha llevado el carro. Era viejo y desvencijado, pero a mi hija le servía para ir a trabajar.
- A mi hijo Luca su esposa lo ha dejado. Pero él ha tenido que irse de casa.
- Carmela lo ha denunciado, pero los carabineros le han dicho que si hay la sociedad conyugal no pueden hacer nada.
- Ha vuelto a vivir conmigo y mi marido porque no lograba pagarse una casa suya. Tiene que dar 400 euros al mes para su hija, y él gana 1200 euros al mes. Además tiene también que darle plata para los extras.
- No se ha llevado plata porque no había. Pero después de un mes ha vuelto a casa con el rabo entre las piernas y la cabeza baja, como un perro. Nos ha pedido perdón de rodillas, aquel cabrón.
- El dentista, la escuela de baile, cada día sale algo nuevo.
- Yo se lo había dicho a mi hija que no se casara con un inmigrado. Un musulmán, además, que son unas bestias.
- Él piensa que su esposa le pide plata para la niña y luego la gasta para sí.
- Son todos delincuentes. Están sucios, no tienen ganas de trabajar, roban, venden la droga, esos bastardos.
- Yo le he dicho: no le dés plata. Dile que te sirve a ti. Pero él no quiere. Tiene miedo que luego ya no le haga ver a la niña.
- Traen la droga, la prostitución, quieren mandar en nuestra casa.
- A mí nunca me ha gustada mi nuera. Quería ser libre, salir con sus amigas.
- Nos traen enfermedades. La tuberculosis, que ya no había en Italia. El sida. Incluso la lepra, nos traen.
- No limpiaba bien la casa.
- Les dan plata para pagar los recibos. Les dan las viviendas populares.
- Una vez le he dicho que la casa estaba sucia y ¿sabe qué me ha contestado?
- ¡Es un asco!
- Si está sucia puede limpiarla su hijo.
- Nosotros italianos ya no contamos nada.
- ¿Son respuestas para dar? Él es un hombre.
- A ellos les dan todo y a nosotros, cuando vamos a la alcaldía, nos dicen "¡ándate al carajo!"
- Mi nuera gana poco y de un día a otro pueden despedirla.
- ¿Sabe qué he sentido en aquel programa que hacen pronto por la mañana? ¿Dónde llama la gente?
- Es empleada en una aseguradora. Antes era dependienta en una tienda de muebles.
- Que los clandestinos cuando van al hospital no pagan nada.
- Cuando se ha quedado embarazada la han despedido. Si pierde este puesto también querrá todo el sueldo de mi hijo.
- Pero si son clandestinos, digo yo, no deberían hacerlos ni siquiera entrar en el hospital.
- El Luca también con su trabajo tiene problemas. Es obrero en una fábrica que está por cerrar. Parece que unos chinos estén interesados en comprarla. Pero si no compran los dejan a todos en la calle.
- No pagan los impuestos, tampoco tienen los papeles y los curan gratis. Yo ayer he gastado 32 euros en medicamentos. A ellos los regalan.
- Si los políticos no hacen algo para el trabajo de los jóvenes no sé qué sucederá.
- ¿Es justo esto? ¿Pero dónde está la legalidad? ¿La ley?
- Hasta que hay los padres los ayudan ellos a sus hijos. ¿Pero cuando los padres morirán? ¿Cómo vivirán estos chicos?
- Tienen que mandarlos a todos a su país a patadas en el culo.
- Yo tengo tres hijos varones y por fortuna son todos los tres buenos. Nunca han tomado droga.
A la señora Caruso de vez en cuando llegaba alguna palabra de las tantas pronunciadas por la señora Castelli. Entre éstas, “droga” llamó su atención.
- Los jóvenes hoy día se atiborran de porquerías. Luego se les estalla el corazón, el cerebro, el hígado. Tienen todos los órganos interiores destruídos.
- Quería a una niña, pero no ha llegado. Las mujeres te cuidan cuando eres viejo, los varones no.
- Si mueren ellos está bien. Pero aquéllos hacen morir a los demás. Toman, se drogan, luego tienen accidentes. Matan a pobres desgraciados y tampoco los mandan a prisión por una hora.
- Sobre mí había un viudo. A los ochenta y dos años vivía solo. Tenía una hija, pero ella no iba a hacerle las tareas y a prepararle la comida.
- La ley los protege. En el juicio les dan un mes con la libertad condicional. Y ellos se ríen.
- Ha cambiado a treinta y siete empleadas domésticas en tres años. Casi todas extranjeras, porque no se encuentran a las italianas.
- ¿Es justo?
- La única italiana a la que ha encontrado sólo estaba dispuesta a acompañarlo a dar unos paseos. Pero cuando la hija le ha preguntado si quería también hacer las tareas ella ha dicho que no podía porque tenía que ir a cuidar a su tío en el hospital. Los paseos sí pero lavar los pisos no. Demasiada fatiga.
- Para mí, tienen que darle la cadena perpetua.
- Luego su hija le ha puesto en su casa una cuidadora rumana que tenía que hacer todo. Lavar, planchar, también ir a la compra.
- Se necesita la pena de muerte, como en América. La silla eléctrica.
- Pero él no la quería. No aceptaba a extraños en casa. Se ponía nervioso.
- Quemarlos vivos como los pollos en el asador.
- Su hija decía que no tenía tiempo para limpiarle la casa y hacerle compañía... ¿Para qué sirve tener hijas, si no te cuidan?
- Antes sólo los hombres tomaban.
- Su hija y su yerno sólo esperaban que mi vecino reventara.
- Ahora las mujeres y los niños también toman. Se van a los bares y se emborrachan. Y nadie puede decirles nada.
- Su yerno decía que con el dinero de la herencia querían comprarse un departamento al mar, en Liguria. ¡Si él lo hubiera sabido, pobrecito!
- No sé adónde iremos a parar.
- ¿Tantos sacrificios para qué?
- Los políticos no hacen nada. Sólo piensan en robar.
- Yo, si hubiera sido él, habría gastado toda mi plata antes de morirme y no les habría dejado nada a aquellos aprovechadores.
- Dicen que son diferentes, pero son todos iguales. La derecha y la izquierda son lo mismo. Son todos ladrones.
- Es malo envejecer. Un tiempo respetaban a los viejos. Ahora no los quiere más ninguno. Molestan.
- Tienen una esposa, hijos, y se van con las prostitutas, con los transexuales.
- Los hijos no los quieren más en casa con ellos. Los meten en los hospicios.
- ¡Son cerdos!
- Yo ya se lo he dicho a mis hijos. No me voy al hospicio. Yo quiero morirme en mi casa.
- Yo no me voy más a votar. ¡Bastardos!
- Luego mi vecino ha muerto. Un infarto fulminante.
- ¡Ay, Jesús! - exclamó la señora Caruso al sentir las palabras infarto y fulminante.
- La cuidadora no estaba. Se había ido. Pero su hija no la ha denunciado por haberlo dejado solo. Si salía que la hacía trabajar en negro tenía que pagar los aportes que faltaban.
- A mí también un día u otro me encontrarán muerta.
- Ya han puesto en venta el departamento.
- Tengo demasiadas preocupaciones. A mi hija, los pendejos de sus dueños no la pagan todos los meses.
- Se han llevado todo lo que les servía y el resto lo han echado al bidón. Podían al menos preguntarme si quería algo. Habían lindas cositas que me interesaban.
- Ha ido a los sindicatos, pero ellos dicen que no pueden ayudarla.
- Me gustaba una estatuilla de Venecia con flores. Toda rosa y blanca, fina. La habría puesto sobre la cómoda del dormitorio.
- Los otros hijos míos están desocupados. Trabajan algún mes como albañiles, ellos también en negro, luego los despiden.
- Luego habría tomado unos barreños grandes, robustos, para poner adentro todos los detergentes.
- La alcaldía no les da nada. Ellos van a pedir todos los días a las asistentes sociales, pero siempre les dicen que no tienen derecho a los subsidios.
- Y también habría tomado un lindo cuadro hecho al ganchillo.
- Yo no puedo darles plata porque tampoco tengo para mí.
- Todo en la basura.
- Anoche en la cama me latía fuerte el corazón que parecía que se me estallara.
- Ahora el yerno estará contento que se ha librado. En el funeral reía.
- Hacía tum, tum, tum, tum.
- La hija fingía ser triste. Pero se comprendía que le importaba poco.
- Decía "ahora me muero".
- Ha acabado muy mal, aquel pobrecito. Ha muerto solo como un perro. Y tenía una hija y dos nietas.
- Entonces he tomado diez gotas de Sanasse y le he rogado a la Virgen y después de un cuarto de hora me he calmado.
- No sé cómo acabaremos yo y mi esposo, que tenemos tres hijos varones.
- Yo siempre le ruego a la Virgen que me haga el milagro.
- Nuestras nueras no nos ayudan. Cuando tenemos necesidad van al cine, al esteticista, a la peluquera. Luego, cuando no tienen ganas de cocinar, vienen a comer en nuestra casa. Yo me quejo con mis hijos, pero ellos no pueden hacer nada. Para no pelear... Las mujeres hoy día quieren divertirse y no se ocupan más de la casa y de los viejos... !Qué feo se ha vuelto el mundo!
La señora Caruso sonrió, enseñando sus dientes cariados.
- Esperemos que un día me haga ganar la lotería.


LOS AMANTES CLANDESTINOS

Desde 2003 Ugo, jubilado setentón, transcurría un par de semanas al año en las termas.
En aquella ocasión su mujer no lo acompañaba, porque encontraba la vida en los balnearios aburridos y no necesitaba tratamientos terapéuticos.
Durante aquel único período de lejanía de su cónyuge en el curso del año, Ugo hacía de todo para encontrar a una hermosa mujer con la que tener una aventura.
Su esposa, si bien con ocho años menos que él, aparecía vieja y no más atrayente a sus ojos.
Ugo deseaba tener una amante como máximo cincuentona, pero los únicos seres femeninos sensibles a su atractivo tenían de sesenta años para adelante.
Aquella vez ya el segundo día, en el banco de un parco público cerca del hotel en que alojaba, Ugo hizo un encuentro feliz.
Se trataba de Ana Paula, una brasileña de cuarenta y cinco años.
El jubilado se echó a contarle de su pasatiempo preferido, el juego de las bochas, de sus viajes, de sus amigos.
También le describió con abundancia de detalles sus casas: una gran mansión con jardín y piscina en su ciudad, un departamento al mar y un chalé en la montaña. Inmuebles adquiridos con las lautas ganancias de la carnicería de la que había sido propietario por casi medio siglo.
Parecía que Ana Paula encontrara interesante todo lo que le decía, sobre todo sus interminables relatos de los partidos de bochas que lo apasionaban tanto.
Además de hablar de si, Ugo le preguntó porque de Brasil se había trasladado a Italia.
- Para casarme con un italiano. - explicó la mujer con acento portugués poco marcado. - Él habia venido de vacaciones a mi ciudad, Rio de Janeiro, y nos hemos enamorado. Nuestro casamiento ha durado diez años, luego nos hemos separado… Mi marido era violento conmigo. Me maltrataba… Siempre he trabajado como empleada en su empresa de mudanzas. Cuando lo he dejado me ha despedido. Ahora estoy buscando un nuevo empleo, pero no es fácil encontrarlo.
Ugo contó la acostumbrada serie de mentiras a la que los hombres casados recurren para convencer a una mujer a tener una relación con ellos.
- Yo también no me llevo bien con mi esposa. Siempre nos peleamos… Estamos juntos sólo para los hijos. Cada uno hace su vida. Somos separados en casa… Ella duerme en el dormitorio y yo sobre el sofá.
- ¿Cuántos años tienen sus hijos?
- El primero tiene 43. El otro 41… Aunque ya son grandes sufrirían si me divorciara de su madre.
Pocos minutos de conversación bastaron a Ugo y Ana Paula para trabar amistad y decidir de cenar juntos en un restaurante.
Después de haber comido los dos se fueron a la casa de la brasileña, un pequeño departamento en alquiler en un edificio de las afueras de la ciudad.
Charlaron por alrededor de una hora, hasta que Ana Paula invitó a Ugo a quedarse a dormir en su casa.
Bajo el aspecto sexual no sucedió gran cosa, pero para el jubilado aquella noche fue de todas maneras maravillosa, si comparada con las noches que transcurría al lado de su esposa.
Ana Paula fue dulce, tierna y cariñosa. Al despertar Ugo pensó que la brasileña era la amante ideal para él. Todavía joven aunque no más jovenísima, atractiva, amable.
Con las primeras luces del alba el hombre planeó su futura vida de pareja clandestina.
Ana Paula se trasladaría a su ciudad para trabajar como cuidadora en la casa de su madre, que era viuda y necesitaba asistencia continua. De este modo podrían verse frecuentemente sin despertar sospechas en su esposa.
Mientras paladeaba una tacita de café que la brasileña le había preparado para el desayuno, Ugo dijo:
- Sé que eres mucho más joven que yo. Pero estamos bien juntos.
- ¿Vamos al mar, este fin de semana?
La propuesta de Ana Paula puso incómodo al jubilado, que fue obligado a confesar:
- Sería un problema. Mi esposa controla el dinero. Hasta el último céntesimo. Quiere ver los recibos y los resguardos fiscales de todo lo que compro.
- ¿Pero no dijiste que vivís como separados en casa? ¿Qué cada uno de vosotros dos hace su vida?
- Es verdad. Yo le doy un bledo a mi esposa. Pero no le da un bledo nuestro dinero.
Ugo cambió de tema e introdujo un argumento que estaba convencido le daría gusto a Ana Paula.
- Mi mamá necesita una cuidadora.
- ¿Y qué?
- Podrías ir a trabajar a su casa. En regla, no en negro. Con los aportes. El sueldo es 900 euros al mes más comida y hospedaje.
- ¡Ni en sueños! No he venido a Italia para limpiar el culo a los viejos.
De su tono de voz, de repente duro y rencoroso, Ugo entendió que la actitud de Ana Paula había cambiado. La atmósfera idílica que se había creado entre ellos había desvanecido.
- Son 100 euros.
- ¿Para qué?
- Para la prestación.
- ¿La prestación?
- Si no has logrado hacer nada no es culpa mía. Yo he puesto mi empeño. ¿A tu edad qué pretendes?
- ¿Quieres que te pague por lo que ha sucedido entre nosotros esta noche?
- ¡Claro! Yo he trabajado.
- Yo pensaba que…
- ¿Qué?
- Que te gustaba un poquito.
La brasileña se quedó en silencio.
- ¿Por qué te has vuelto nerviosa? Cuando nos hemos despertado estabas de buen humor.
- Estaba de buen humor hasta que he comprendido que tú también crees que los extranjeros en Italia sólo debemos hacer los trabajos más humildes y asquerosos. Las mujeres sólo pueden ser cuidadoras o putas. Los hombres albañiles o empleados domésticos… Yo soy bachiller. Con mi título de estudio podría ser contratada en una oficina o en un banco. Y tú quieres que me convierta en la esclava de tu madre, quieres que cambie los pañales a una vieja de noventa años. Ya habías organizado todo.
- Disculpa. Perdóname.
Ugo estaba en la cumbre de la mortificación.
- No tenía la intención de ofenderte. Te he pedido llegar a ser la cuidadora de mi mamá porque así sería más fácil para nosotros encontrarnos.
- Para ti seguramente sería cómodo. Eres un egoísta. Sólo te preocupas de ti mismo.
- No puedo dejar a mi esposa para venir a vivir contigo. ¿Qué dirían los hijos, los parientes, la gente?
- ¿Pero quién te lo ha preguntado? Yo nunca he querido venir a vivir contigo.
Ana Paula estaba enfadada porque se había ilusionado de haber encontrado a un hombre que mejoraría su vida con ayudas económicas, viajes y lindos regalos, y había quedado decepcionada.
Ugo no podía usar libremente su dinero porque su esposa controlaba todo sus gastos.
Con él sólo había desperdiciado tiempo. Se había acostado con un viejo para nada.
El jubilado no veía la hora de escabullirse y volver a su hotel.
Antes pero tenía que solucionar una cuestión fundamental.
- ¿Podrías hacerme un pequeño descuento? ¿50 euros menos?
- Ningún descuento. Dame mis 100 euros y acabamos.
- ¿Qué me invento con mi esposa? Ya justificar la falta de 50 euros es duro. ¡De 100 es imposible! - gritó Ugo a punto de llorar.
- ¡Son asuntos tuyos!
- ¿Pero por qué eres tan mala?
- Yo no soy mala. Soy sincera. En cambio tú eres penoso… ¡Pensabas que me gustabas! ¡Por favor! ¿Gustarme tú? ¿Pero te has mirado algunas veces en el espejo? Un viejo fofo con la dentadura postiza arriba y debajo. No me interesa convertirme en tu amante. Puedo aspirar a mucho mejor. Un hombre de mi edad, no uno de setenta años que pasa sus días jugando a las bochas… Te haces mandar por tu esposa. Te jactas que tienes tanto dinero pero no puedes gastarlo. Eres hasta peor que mi marido. Él era desaliñado, vulgar y tenía una barriga grande como un globo. Pero no era patético y ridículo como tú.
Ugo tuvo una iluminación.
- Se ha casado con él por su dinero y para conseguir la nacionalidad italiana.
La brasileña concluyó con desprecio:
- Eres un estúpido feo viejazo, estúpido como tus estúpidas bochas.
Ugo había escuchado el flujo imparable de maldades que Ana Paula le había volcado encima sin reaccionar, pero al sentir definir estúpidas sus queridas bochas una fuerza ajena y misteriosa se adueñó de él y lo empujó a circundar y apretar el cuello de la brasileña con ambas las manos.
La mujer gemió, forcejeó y se debatió, en vano. Poco a poco sus energías flaquearon y ella quedó inmóvil, con la lengua fuera y los ojos en blanco.

Ugo borró meticulosamente todas las pruebas de su presencia en su departamento, empezando por las huellas digitales. Luego se alejó del edificio tratando de no llamar demasiado la atención.
Cinco horas después fue detenido por la policía.


LOS CÓNYUGES SIN HIJOS

Barbara estaba feliz. Por fin había conseguido quedarse embarazada y estaba buscando la manera y las palabras mejores para anunciarle a su marido Alessandro que dentro de unos meses tendrían un niño.
Barbara y Alessandro, de treinta y seis y treinta y cuatro años, casados desde hace cinco años, eran copropietarios de una joyería. Tenían gustos e intereses parecidos, se divertían juntos y se peleaban raramente. Después de bastantes desilusiones sentimentales, Alessandro por fin había encontrado en Bárbara la mujer justa para él, tanto físicamente como caracterialmente. Barbara también consideraba a Alessandro la persona adecuada para ella. Con los compañeros que había tenido en el pasado no se llevaba muy bien.
Durante los primeros tres años de matrimonio no habían querido hijos, para estar libres de hacer viajes y tener más tiempo a disposición para entregarse a sus pasatiempos preferidos. Luego habían sentido que había llegado el momento apto para convertirse en padres y Barbara había dejado de tomar la píldora anticonceptiva.
Cuando Alessandro regresó a casa después de un entrenamiento en el gimnasio, Barbara lo acogió con una sonrisa radiante.
- Hay una novedad. Una espléndida novedad.
- ¿Y cuál sería?
- Pronto nuestra familia crecerá.
- ¿Tienes la intención de comprar a otro perro que le haga compañía a Leti?
Leti era un pitbull hembra blanco de un año y medio.
- No me estaba refiriendo a un perro.
- ¿Entonces a otro animal? ¿Un conejo, uno de aquellos conejitos enanos blancos?
- Me refería a un cachorro humano.
- ¿Tu hermana está de nuevo embarazada? ¿Pero no ha siempre dicho que quería un solo hijo?
- ¡Dale! Para de fingir que no entiendes. Estás por convertirte en papá.
Alessandro miró fijo a Barbara en silencio, con una mirada cargada de hostilidad.
- ¿No estás contento?
- ¿Y cómo puedo estar contento? El año pasado me he sometido a todas las pruebas posibles e imaginables, en dos hospitales diferentes, y el diagnóstico ha sido esterilidad incurable. Ahora me das una respuesta lógica a mi pregunta. ¿Cómo es posible que tú te hayas quedado embarazada de un hijo mío, si soy estéril?
- Yo lo he hecho por ti. Deseabas tanto tener un hijo. - se justificó Barbara, desconcertada e incrédula.
- ¡Oh, gracias! ¡Qué pensamiento amable! Estoy realmente conmovido por tanta generosidad. - dijo Alessandro con ironía exagerada. Luego se volvió de nuevo serio.
- ¿Quién es el padre del niño?
- No quiero hablar de ello.
- ¿Con quién me has traicionado?
- Yo no te he traicionado.
- ¿Has recurrido a la fecundación artificial? ¿El padre es un donante anónimo?
- No quiero hablar de ello. - repitió Barbara.
- Entonces te has ido a la cama con otro. ¿Quién es él? ¿Lo conozco? ¿Es uno al que frecuentamos? ¿Es un amigo nuestro?
- ¡No!
Después de haber interrumpido la toma de los contraceptivos, al ver que los meses pasaban y no se quedaba embarazada, Barbara, a escondidas de todos, se había dirigido a un especialista para descubrir si tenía dificultades de procreación. Verificado que su aparato reproductor funcionaba perfectamente, y considerado que en el pasado ya se había quedado embarazada de uno de sus ex novios, aunque luego no había tenido el alma de llevar a término su embarazo y había abortado, había llegado a la conclusión de que su marido era estéril. Sin demasiados virajes, había decidido concebir un niño con un hombre conocido a través de una red social en la internet, un tío mediocre y presuntuoso que presumía de intelectual. No habría sido justo permitir a la esterilidad de Alessandro destruir su serenidad. El hecho de que su marido no habría sido el padre biológico de su hijo no la turbaba mínimamente. En el fondo el mundo estaba lleno de hijos ilegítimos.
Barbara no había previsto que Alessandro también se sometería a unos exámenes.
Para no aguar la armonía que se había creado en su relación, el hombre había considerado oportuno esconder la verdad a su esposa, esperando que con el tiempo, de alguna manera, aquel problema se solucionaría. Le dolía no poder tener hijos, pero había algo peor en la vida. Las enfermedades y la pobreza, por ejemplo, las encontraba mucho peores que la imposibilidad de engendrar a un niño.
- Ésta es falta de respeto, es egoísmo. - acusó Alessandro.
- ¡No! Es amor.
- ¡Pero qué amor! ¡Por favor!
- No ha sido una banal traición. Ha sido un acto de amor. Él no me importa nada. Yo te amo sólo a ti.
- Y dado que me amas tanto has tratado de colarme al hijo de otro hombre.
- Para mí el niño es tuyo.
- Para mí en cambio no lo es.
- ¿Pero por qué quieres arruinar todo? - estalló Barbara con tono histérico.
- ¿Yo quiero arruinar todo? ¿Todo qué? Tú has sido quien ha arruinado nuestro matrimonio. ¿Qué debería hacer? ¿Crecer como si fuera mío al hijo de tu amante?
- No es mi amante. No es nada para mí. Él no tiene nada que ver con nosotros dos.
Alessandro no soportaba las tentativas de Bárbara de minimizar su error y sobre todo de hacerlo pasar por un gesto altruístico, casi como la esposa de su amigo Fabio, que cuando el marido la había sorprendido en la cama con su profesor del curso de teatro había argumentado:
- No ha sucedido nada irreparable. Son cosas que pasan. Es absurdo separarse por una semejante estupidez. Traicióname tú también así vamos a la par y luego no pensemos más en ello.
- Has hecho los análisis hace un año y nunca me has dicho nada. Sabías que deseaba a un hijo con todas mis fuerzas. Me has engañado. Y luego tienes el ánimo de acusarme de falta de respeto, de ser egoísta.
- Es inútil que te hagas la víctima. No funciona conmigo. Me has traicionado y te has quedado embarazada de otro.
- Y tú me has escondido que eres estéril.
- Te lo he escondido para evitar que te sintieras humillada, de mal humor.
Después de otras recriminaciones Alessandro le sugirió a su esposa, con ojos aviesos y voz sutilmente amenazadora:
- No es necesario que tú vayas a contar por ahí esta historia. También porque harías un mal papel.
- ¿Y ahora? ¿Qué sucederá? - se preguntó Barbara.
La mujer no quería que su matrimonio fracasara, también porque, entre las varias razones, ella y Alessandro desde hace poco tiempo habían estipulado un préstamo de 200.000 euros para comprar un departamento nuevo. Si se hubieran separado habrían tenido que vender la casa y con el provecho extinguir el préstamo. Todo habría acabado míseramente. Ya no habría tenido un marido, una familia suya. Y su actividad se habría resentido. Habría sido difícil seguir trabajando juntos de separados o divorciados.
Además habría tenido que cambiar su círculo de amigos. Ella y Alessandro sólo frecuentaban parejas y si se hubiera quedado sola se habría sentido incómoda al salir con personas casadas o novios. Siempre que esas personas quisieran seguir saliendo con ella.
Encontrar en poco tiempo a otro compañero no habría sido sencillo, a menos que conformarse con el primer hombre libre y disponible al que encontraba.
Una separación significaba recomenzar todo desde el principio.
¿Y quién de ellos dos se quedaría con el perro?
Alessandro no estaba dispuesto a perdonar a Barbara y estaba resuelto a divorciar, pero temía que sufriría la misma suerte de su amigo Elio, que se había separado un año antes. El juez había concedido la custodia de su hijo a su esposa, que era ama de casa y por consiguiente había adquirido el derecho a habitar en su casa y a dos cheques de manutención, uno para sí y uno para el niño. A Elio, si un primo apiadado por su situación no hubiera puesto a su disposición gratuitamente un cuarto amueblado, no le hubiera quedado otra alternativa que dormir en su carro, no teniendo padres que pudieran huespedarlo y bastante dinero para pagar un alquiler.
- En mi caso es diferente. - razonó Alessandro - no hay niños. El hijo de Barbara no es mío. Puedo demostrarlo, tengo los certificados médicos. Barbara no tendrá ni la casa ni el cheque de manutención, porque es joven y sana y está capaz de trabajar para mantenerse.
Alessandro ya no quería vivir con Barbara porque tenía la certeza que, si hubieran quedado juntos, no consiguiendo perdonarla, su existencia se habría convertido en un infierno. Justo como le había acontecido a su amigo Fabio y a su esposa después de la traición por parte de la mujer, empezarían a hacerse de continuo maldades y desprecios recíprocos, destinados a desembocar en peleas furibundas, hasta romperse las sillas en la cabeza.
¿Cómo se concluiría aquella historia?


EPÍLOGO: MÁS VALE SOLO QUE MAL ACOMPAÑADO

A Ivano y Claudia los esperaban en un restaurante, donde el hombre, además de hablar de negocios, tenía que ostentar a su nueva joven compañera a unos clientes importantes. En su ausencia a Ginevra, su hija nacida desde hacía pocos días, la cuidaría Miriana, la niñera.
Ivano se sentía plenamente satisfecho. Estaba venciendo la guerra sin cuartel contra su ex esposa Donatella por la repartición de los bienes de la familia.
Cuando Donatella, para vengarse de la traición sufrida, había amenazado con despojarlo de todo y con denunciarlo de evasión fiscal, en un primer momento Ivano había temido tener que pagar millones de euros de multas, pero luego había descubierto que las pruebas de la evasión fiscal que Donatella poseía no eran suficientes para hacerlo condenar. Aquella arpía no lograría arrancarle los frutos de treinta años de trabajo.
Claudia le entregó a Miriana el dinero para pagar a un plomero que estaba reparando un grifo del baño y le recomendó:
- Si la niña llora tómala en brazos y mécela hasta que se calme. No quiero que se sienta sola.
Miriana, a causa de malas experiencias como cuidadora en Piamonte, se había trasladado de nuevo a Milán, que ofrecía mejores oportunidades laborales que las ciudades piamontesas. En la capital lombarda, a través de una agencia, había sido contratada en la casa de Ivano.
Después de pocos minutos que Ivano y Claudia se hubieron ido el plomero se presentó en el salón diciendo que había terminado su trabajo. Miriana se quedó desagradablemente sorprendida al ver a Maurizio, un ex cliente suyo del Red Moon, una de las personas más patéticas y aburridas que hubiera conocido.
- ¡Hola! - exclamó el hombre con alegría y estupor - Hace tanto que no nos vemos.
Después de la muerte de Simona, Maurizio había sido por un rato indeciso sobre si encontrar enseguida a otra compañera o concederse un período de libertad total, luego había optado por la segunda solución. Quería todavía divertirse por unos años sin tener que chuparse las recriminaciones de mujeres perennemente ceñudas como Simona. Y había empezado a frecuentar discotecas y night clubs todas las tardes, en busca de chicas jóvenes y provocantes.
- ¿Tú trabajas aquí, ahora? - le preguntó a Miriana.
- Sí. - contestó la niñera con fría cortesía.
- ¿Y te encuentras bien?
- Sí.
Miriana le dio a Maurizio el billete de cincuenta euros que le había dejado Claudia.
- La señora me ha dicho que te pague.
- ¡Gracias!
Maurizio metió el dinero en su billetera.
- ¿Por qué no salimos, un día de estos? Podemos ir al cine o al restaurante. Donde tú quieres.
- No, gracias. Siempre estoy muy atareada.
- Tú también tendrás dos horas libres. Salimos una vez juntos.
- No, gracias. - repitió la chica con firmeza.
- ¿Tienes alguien, ahora? ¿Tienes un novio?
- No. Y no lo busco. Soy soltera y estoy bien así.
- ¿Tus dueños saben que bailabas la lap dance en el Red Moon? - preguntó Maurizio con ironía.
- Déjame en paz. - le intimó Miriana, decidida a no perder su empleo.
Viéndola tan determinada Maurizio comprendió que era inútil insistir más y se fue. No merecía la pena desperdiciar tiempo con ésa. El mundo estaba lleno de putas mucho mejores que ella.
De la cuna de Ginevra llegaron unos gemidos.
Miriana no tenía ganas de cuidar a la niña. Estaba impaciente por hablar con sus hijos.
Mientras marcaba el número de teléfono de su madre pensó:
- Los hombres italianos son unos cerdos.

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