jueves, 15 de octubre de 2009

OTROS POEMAS DE SOMBRITA

LOS HOMBRES QUE VAN CON LAS PROSTITUTAS

Me dan asco.


MACHISMO TELEVISIVO

Las mujeres que trabajan en televisión
tienen que ser jóvenes y bellas,
altas y delgadas,
sin arrugas y sin gafas,
con el pelo espeso y reluciente.
En suma: perfectas.

Los hombres que trabajan en televisión
pueden ser viejos y feos,
bajos y gordos,
con las arrugas y las gafas,
con el pelo gris o la cabeza pelada.
En suma: unos adefesios.


LAS VÍCTIMAS DE LA CIRUGÍA ESTÉTICA

Para gustarles a los hombres
tienen mejillas y pechos hinchados con desmesura
la piel del rostro tensa hasta lo inverosímil
ojos asustados
narices dilatadas
labios deformados.
Si se creen bellas se equivocan.

Hunter Tylo ahora.

Hunter Tylo antes.


FOTOS RETOCADAS
Hojeo una revista.
¡Qué horror!
Los ricos y famosos transformados
en ridículas estatuas de cera
grotescos muñecos de goma
patéticas máscaras de carnaval.
Me pregunto: ¿Por qué?
Me parece imposible una respuesta plausible.

El actor italiano Giulio Scarpati en una foto que no ha sido retocada.

El actor italiano Giulio Scarpati en una foto retocada aparecida en una popular revista italiana. Para borrarle las arrugas lo han arruinado.

LEJOS EN EL TIEMPO - NOVELA

HISTORIAS DEL NOROESTE - CUENTOS

ÍNDICE











- El patio de los inmigrantes.











- El crimen perfecto.






- El secreto.











- El pasado.






- El futuro.











- La fiesta del fin del verano.











- La mudanza.











- La antecámara.











- Una linda amistad.











- La visita.











- Una tarde de tantos años atrás.






- El beso de Angela.











- En medio de los arrozales.


- Un hombre desafortunado.



- La herencia
















EL PATIO DE LOS INMIGRANTES











La noche del 22 de agosto los habitantes del condominio al final de la calle Lombroso, en un barrio popular periférico de la ciudad de Turín, dormían sueños agitados a causa del calor y de la humedad que ponían afanosa la respiración.






Pues ninguna familia de inquilinos poseía un acondicionador de aire, todas las ventanas del edificio estaban abiertas, incluido las de un departamento en el quinto piso ocupado por nueve marroquíes, entre los que el más joven era Ahmed.






Ahmed había nacido en un pueblito de la provincia de Rabat, la capital de Marruecos, en una familia pobre y numerosa. Tenía cuatro hermanos y tres hermanas. Había emigrado clandestinamente a Italia cinco años atrás, todavía adolescente, con el sueño de encontrar una ocupación bien remunerada y enviar cada mes dinero a sus padres. Desembarcado en las costas de Sicilia después de haber atravesado el mar que separa África de Europa en un viejo buque cargado de desesperados como él, se había trasladado al norte, en la capital de Piamonte.






Había empezado trabajando de albañil en una empresa constructora, por tres euros a la hora. Cuando se quejaba del sueldo de hambre y de los maltratos que sufría, el dueño italiano de la empresa lo insultaba:






- ¡Marroquí de mierda! ¡Vuelve a tu país!






Para poder habitar en los sesenta metros cuadrados del departamento de la calle Lombroso pagaba trescientos euros al mes a un italiano, un tal Brusa. Éste se había enriquecido alquilando en negro alojamientos derruidos a los sureños que emigraban al norte en los años '50, ’60 y ’70 y, en las últimas décadas, a los inmigrantes extranjeros.






También los ocho coinquilinos de Ahmed eran clandestinos. Cuatro eran albañiles. Tres eran lavaplatos en los restaurantes. Uno era vendedor de droga.






El vendedor de droga se llamaba Abdul y tenía un carácter irascible, agresivo y prepotente. Todos debían obedecerle y si se negaban arremetía contra ellos con puñetazos y patadas.






Pocos minutos antes del amanecer un ser indistinto se recortó entre los mármoles gastados que enmarcaban la ventana del baño de los marroquíes. El ser se quedó inmóvil por algunos segundos, luego voló abajo, estrellándose sobre el alquitrán con un ruido sordo, y ya no se movió.






En el cielo negro todavía resplandecía la luna, una gran luna llena blanca con extensas manchas gris irregulares que aparecía suspendida a pocos centenares de metros de la Tierra y se parecía a una cara humana con una expresión maligna.






A las siete y treinta Gennaro Esposito, oriundo de Nápoles, salió de casa para ir a trabajar. Era albañil y no podía permitirse vivir en un lugar mejor de aquel viejo inmueble con los muros húmedos y agrietados y con la fachada desconchada, que no había sido pintado desde hace veinte años, poblado por familias de modesta extracción social y orígenes sureños. Gente pobre, que no había tenido la posibilidad de estudiar y se ganaba el pan desempeñando profesiones humildes.






En el patio Gennaro tropezó en algo que encontró inesperadamente en su camino.






- ¡Pero qué carajo...! - farfulló.






Levantándose del suelo se percató que sus manos estaban sucias de un líquido denso de color rojo oscuro.






- ¡Virgen Santa! ¡Sangre! - exclamó, asustado y confuso.






Al observar la cosa que lo había hecho caer, se dio cuenta con enorme estupor que era una oveja. Por un rato reflexionó para tratar de entender de donde podía haber llegado el animal, hasta que su mirada se posó casualmente en la ventana del baño del quinto piso, la del departamento de los únicos extranjeros presentes en el condominio.






De repente todo le apareció claro.






El hombre levantó los brazos al cielo y gritó a voz en cuello:






- ¡Marroquíes de mierda! ¡Volved a vuestro país! ¡Negros asquerosos!






En pocos minutos los balcones que daban al patio se llenaron de inquilinos, curiosos por saber qué había sucedido.






La más curiosa de todos era Luciana, una costurera de mediana edad nacida en Cerdeña, que preguntó:






- ¿Por qué gritas así a esta hora de la mañana?






- De la ventana de aquellos pendejos marroquíes ha caído una oveja.






- ¿Una oveja?






- Sí. Mira aquí. Ésta es una oveja.






- Está muerta?






- Claro que está muerta. ¿No ves que no se mueve?






Gennaro le dio una patada al ovino para demostrar a su vecina que estaba realmente muerto.






- !Pobre bestia! ¡Cuánto habrá sufrido!






Alguien avisó a los carabineros, que a su vez mandaron a un veterinario de la Empresa Sanitaria Local a tomar el cadáver del animal muerto.






También Ahmed y sus connacionales fueron despertados por los gritos de Gennaro, pero no se asomaron al patio, porque los problemas de los italianos no les interesaban. Esa gente siempre se había comportado de manera fría y abiertamente hostil hacia ellos. Descubrieron que la oveja había caido de la ventana sólo en el momento en que uno de ellos, Mustafà, uno de los lavaplatos, se fue al baño y lo encontró vacío.






Los nueve marroquíes se vistieron de prisa y bajaron corriendo las escaleras, decididos a recuperar a su animal. Lo descuartizarían y luego se lo comerían. Cuando salieron al patio, los otros habitantes del edificio los recubrieron de malas palabras.






- ¡Inciviles!






- ¡Cerdos! ¡Vivían con una oveja en casa!






- ¡Volved a Marruecos!






- ¡Huevones!






- ¡Cabrones!






- ¡Sois basura!






- ¡Bastardos!






- ¡Hijos de puta!






- ¡En vez de lavarse en la bañera tenían una oveja!






- ¡Dais asco!






Desentendido de los insultos que le llovían encima, Abdul ordenó:






- Tenemos que llevarla arriba.






- ¿Qué queréis hacer con aquella bestia? ¿Queréis comerla, eh? - preguntó Gennaro.






- ¡Piensa en tus asuntos!






- ¡Asquerosos! Quieren llevarse a casa a la oveja y luego cortarla en pedazos en el living. Quieren hacerse un asado.






- ¡Jesús! - exclamó la señora Antonia, una viuda bigotuda de casi ochenta años de origen pullés.






A Luciana le vino una duda.






- No será una cabra?






- No, no. Es una oveja. - confirmó Gennaro.






- ¡Pobrecita! ¡Qué muerte atroz!






- Tendrían que hacerles acabar de la misma manera a esos feos negros bastardos. Tendrían que arrojarlos a ellos por la ventana. - dijo la señora Antonia.






A las ocho y diecisiete llegó el veterinario. Los africanos comprendieron que el hombre quería apropiarse del ovino y se pusieron a protestar en voz alta y gesticulando animadamente.






El veterinario intentó en vano explicarles que según la normativa italiana estaba obligado a decomisar el cadáver por razones higiénicas y sanitarias.






Abdul empujó al hombre y lo amenazó:






- Esta oveja es nuestra. Si la tocas te corto la garganta. ¿Has comprendido? Te corto la garganta.






Ahmed desaprobaba los métodos violentos del vendedor de droga, pero no se atrevía a contradecir a su peligroso coinquilino.






El veterinario llamó con el celular a los carabineros. Después de una decena de minutos se presentaron cuatro para permitirle cumplir con su trabajo.






Mientras tanto al patio habían bajado muchos de los condóminos. Los hombres en camiseta, pantalones cortos y pantuflas. Las mujeres sólo cubiertas de vestidos veraniegos livianos y sin mangas de bajo precio y pésima calidad. Una abundancia de adiposidades deformes, celulitis, piernas y tóraxes peludos, calvicie, carnes marchitas y arrugadas, vientres prominentes.






- Vuelvan a sus casas. - intimó un carabinero.






Aquella frase desencadenó un follón.






Una muchedumbre enfurecida comenzó a gritar sus reclamaciones a los miembros de las fuerzas del orden.






- ¡Son ellos los que tienen que volver a Marruecos!






- ¡Son clandestinos! ¡No pueden estar en Italia! ¡Tienen que mandarlos a su país!






- ¡Han cometido un delito! Tienen que arrestarlos!






- ¡Arman jaleo día y noche!






- ¡Son más bestias que la oveja que tenían en casa!






- ¡Vayan a allanar su departamento! ¡Está lleno de droga y cosas robadas! ¡Son ladrones y vendedores de droga!






- No soy vendedor de droga. Yo soy peluquero. - dijo Abdul.






- ¡Pero qué peluquero! ¡Mentiroso! Tú vendes droga y eres clandestino. - rebatió Gennaro.






- Yo no soy clandestino.






- Entonces saca el permiso de residencia… ¿Donde está tu permiso de residencia?... No tiene el permiso de residencia. Es clandestino.






Llamado por la bulla llegó el padre Paolo, el párroco de la cercana iglesia de San Gaspare. El sacerdote había sido por veinte años misionero en Kenia. Alto y esbelto, con la piel bronceada y el pelo entrecano, aparentaba menos de sus cincuenta y nueve años y había involuntariamente hecho enamorar de sí a muchas de sus parroquianas, a pesar de sus ideas juzgadas demasiado progresistas.






La señora Antonia aprovechó la ocasión para acercársele con la excusa de ponerlo al corriente de lo que estaba ocurriendo.






El padre Paolo lanzó una arenga enfervorizada.






- ¿Por qué os comportáis así? La mayoría de las familias que habitan en este edificio han emigrado al norte desde el sur. ¿Habéis olvidado que en la posguerra vosotros también abandonasteis vuestras tierras en busca de una vida mejor? ¿Habéis olvidado que cuando llegasteis aquí los norteños os llamaban terroni y decían que no teníais ganas de trabajar? ¿Que estabais sucios e ignorantes y tampoco sabíais qué era el jabón? ¿Que en la bañera en vez de lavaros plantabais la albahaca? ¿Ya no os acordáis que sobre la puerta de los bares escribían "Los perros y los sureños no pueden entrar"?... Los inmigrantes están huyendo de países donde reina la miseria, el hambre, la injusticia. Tenéis que ayudarlos a integrarse en la sociedad italiana. Tenéis que ser generosos con vuestros hermanos menos afortunados.






Carmelo, un barrendero nacido en Sicilia, replicó:






- ¡Aquéllos no son nuestros hermanos! ¡Aquéllos son musulmanes!






- Somos todos hermanos. Tenemos todos un único padre, el Señor.






Los italianos del condominio, enrocados en sus convicciones, no querían entender razones.






- ¿Qué carajo quiere ese cura?






- En vez de defendernos defiende a los extranjeros.






- ¡Tienen que irse!






En el patio apareció Michael, un chico de veintiún años, habitual frecuentador de un centro social de extrema izquierda de la zona. Desocupado y holgazán, generalmente dormía hasta las once de la mañana, pero aquel día, con su gran molestia, el ruido de sus vecinos lo había despertado cuando tampoco eran las ocho.






- ¡Sois racistas! ¡Fascistas! - despotricó.






- ¿Por qué carajo te entrometes tú que nunca has trabajado en tu vida? - lo atacó Gennaro.






- ¡Deben volver a África! - afirmó con vehemencia y acento calabrés Giuseppe, un obrero mecanico.






Uno de los carabineros, el único norteño del grupo, disgustado por encontrarse en medio de la que consideraba una horda de brutos degradados, pensó:






- Y tú deberías volver a Terronia (tierra de los terroni) junto a toda esta gentuza.






Con gran dificultad los uniformados lograron imponerse sobre los marroquíes y por fin a las nueve y doce minutos el veterinario se llevó a la oveja.






El patio todavía estaba sumergido en la sombra. Poco a poco sería completamente invadido por el sol, que haría subir la temperatura y encandecería el asfalto hasta la tarde.






Los habitantes del edificio al final de la calle Lombroso regresaron a sus casas o alcanzaron su sede de trabajo.






La señora Antonia, antes de subir a su departamento a desayunar, sintió la necesidad de gritar por última vez:






- ¡Negros de mierda!






Aquella misma mañana Ahmed fue acusado injustamente por Abdul de haber dejado abierta la ventana de la que había caído la oveja, que siempre tenía que estar cerrada para evitar que alguien viera al animal, y echado de casa. Sus otros coinquilinos no tuvieron el ánimo de defenderlo y el verdadero culpable, el albañil Nadir, no confesó su negligencia.






El joven intentó antes de disculparse, luego de conseguir el perdón del vendedor de droga, aunque inocente, pero cada su tentativa para quedarse en el departamento de la calle Lombroso fracasó.






Como no encontró otra vivienda al alcance de sus escasos ingresos, se fue a vivir debajo de un puente.
















EL SECRETO











El agente de policía Bruno Conte llegó a la calle Salgari a las once de la mañana del 9 de mayo. En esa calle de un barrio de la clase media de la ciudad de Génova la noche anterior había sido cometido un delito. Al menos dos personas se habían introducido en el chalé de un ingeniero, probablemente para cometer un robo. El dueño de casa, despertado por sus ruidos, se había levantado de la cama y las había afrontado, quedando matado por cuatro cuchilladas en el abdomen. Un crimen como tantos otros.






Bruno tenía que interrogar a los habitantes del edificio de enfrente del chalé del ingeniero asesinado para descubrir si habían visto a alguien o algo que podía resultar útil a las investigaciones.






Pálido, osudo, con la cabeza calva a excepción de una sutil tira de cabellos castaños, el policía tenía veintiocho años pero aparentaba diez más.






No amaba su trabajo. Lo encontraba escuálido y demasiado burocrático. No le gustaban sus superiores, soberbios y autoritarios, ni sus colegas, groseros e insensibles, ni los delincuentes a los que tenía que perseguir, en su mayoría desechos humanos.






Se esforzaba no dejarse involucrar en los delitos más o menos graves con los que tenía que ver cada día. Indiferencia se había convertido en su consigna frente a robos, atracos, homicidios, violaciones, agresiones, riñas, tirones.






Había entrado en la policía fundamentalmente por razones económicas, no empujado por una verdadera vocación. Su familia era de origen humilde: el padre obrero, la madre ama de casa. Necesitaba un empleo seguro para poderse casar con su novia, Sonia, contadora en una empresa de transportes, de dos años más joven que él.






Bruno recordaba que el escritor al que estaba dedicada la calle, Emilio Salgari, había llegado a ser muy popular en Italia en el siglo precedente por novelas de aventura como "Los piratas de Malasia", "Sandokan", "El corsario negro", "La reina de los Caribes." Esos títulos evocaban en él lugares exóticos, persecuciones trepidantes, duelos, batallas, fuertes emociones. Todo lo contrario de su vida.






El policía observó el edificio en el que debía entrar. En la parte derecha cada uno de los tres pisos estaba constituido por un solo departamento y la fachada estaba pintada de marrón. Floreros de geranios y tulipanes rojos y amarillos adornaban el balcón del primer piso. En el segundo piso el balcón estaba despojado y la puerta ventana entornada.






La parte izquierda del inmueble, más baja, estaba ocupada por un taller mecánico con el portón abierto por la mitad a través del cual se veía a un individuo con un mono azul manchado de grasa agachado sobre el capó de un viejo automóvil negro.






El hombre podía tener aproximadamente sesenta años. Bruno lo sintió rezongar:






- Esos negros asquerosos te traen unas chatarras y luego pretenden que las vuelves nuevas.






Un niño de pocos años salió de detrás de un todoterreno y preguntó:






- ¿Abuelo, me dejas ver?






El mecánico, fastidiado, lo echó bruscamente:






- ¡Vete! ¡Ándate a joder a otra parte! ¡Ándate con tu madre!






El pequeño corrió hacia el fondo del salón, donde una joven mujer rubia sentada a un escritorio estaba rellenando unos registros.






- Mi hija no quiere mandarlo a la guardería porque dice que los otros niños le pegan las enfermedades y luego ella tiene que estar en casa para curarlo. Pero ése las hace llegar a mí las enfermedades. Antes era bueno, ahora se ha vuelto un gran pedazo de mierda. Salta, grita, toca por todas partes, contesta mal. No lo aguanto más.






Cuando Bruno se presentó como un agente de policía el propietario del taller mecánico reaccionó con agresividad.






- Si es para aquel tío al que han matado esta noche le digo enseguida que no he visto nada. Yo a las siete cierro y vuelvo a mi casa en la calle De Amicis. No duermo aquí dentro… A el que ha muerto lo conocía porque una vez me ha traído un carro para arreglar. Era una buena persona. Aunque…






Los timbrazos agudos de un celular interrumpieron el monólogo.






- ¡Aló! ¿Mamá, qué pasa?... Si en la caja ayer habían ocho pastillas, y ahora hay seis, es porque esta mañana has tomado dos por descuido… ¡Pero cómo no es posible!... ¡Pero quién quieres que te las haya robado! Has tomado dos por descuido… ¿Por qué la cuidadora debería haber tirado a la basura tu pastilla?... Porque te odia. ¡Pero no digas estupideces!… No he dicho que eres loca y que te inventas las cosas… Escucha, si no te llevas bien con Miriana, si te contesta mal y te tira los medicamentos a la basura y te odia, ándate a una casa de reposo.






De repente el hombre cortó la comunicación, impacientado.






- ¡Y entonces ándate al carajo! ¿Pero por qué no se muere aquella viejaza? ¿Por qué el Señor no se la lleva? ¡No hace un carajo y jode todo el día!






- ¿En los días pasados ha visto…?






El mecánico, sin dejarle terminar la pregunta al policía, replicó:






- No he visto nada. Yo trabajo encerrado aquí dentro de la mañana hasta la tarde y no tengo tiempo para mirar fuera... Ahora debo terminar de reparar esta chatarra.






El inicio de las investigaciones había sido bastante decepcionante.






Bruno salió del taller mecánico y tocó el citófono del departamento en la planta baja.






- ¿Quién es? - preguntó una voz de mujer.






- Soy un agente de policía. Necesito hacerle algunas preguntas.






Después de algún instante una señora sobre los setenta años apartó los visillos de la ventana que daba a la calle y lo escrutó con ojos sospechosos. Luego desapareció.






- Es una vieja. ¡Bien! - pensó Bruno - Muchos ancianos transcurren sus días orejeando los discursos de los vecinos y espiando a la gente que pasa por la calle. Puede haber notado un detalle interesante.






El pequeño portón de la entrada del edificio se abrió.






Encima de un tramo de seis peldaños la vieja lo esperaba en la puerta de casa. Sutil y alta poco más que un metro y cincuenta, tenía el pelo blanco corto y la cara y las manos todas arrugadas. Estaba vestida de manera sencilla y anticuada pero decorosa. Llevaba una chompa de algodón verde oscuro y una falda larga hasta la rodilla del mismo color. En los pies calzaba pantuflas en falsa piel negras con un tacón de dos o tres centímetros.






En una placa de plástico encima del timbre y del interruptor de la luz de la escalera estaba escrito Ottonello-Colombo en letras rojas.






La mujer hizo entrar al policía en un living con muebles cargados de años pero bien mantenidos, con un reloj cucú colgado en la pared para tocar las horas. La suya era una típica vivienda de la clase medio-baja limpia y ordenada.



Bruno estaba preparado para usar mucho tacto y paciencia: los viejos eran temorosos y desconfiados.






- ¿Usted es la señora Ottonello?






- Señorita Gina Ottonello.






- ¿Vive sola?






- No. Con mi mamá que tiene noventa y tres años. Ya no se levanta de la cama. Ahora está durmiendo.






- ¿Sabe que esta noche han matado al dueño del chalé aquí enfrente?






- He sentido las sirenas de la policía. Pero no he visto nada. Yo me encierro en casa y no me intereso en los asuntos de los demás.






- ¿Ha sentido ruidos o gritos antes del sonido de las sirenas?






- No.






- ¿Conocía al hombre que ha muerto, el ingeniero Giorgio Mori?






- No.






- En los últimos días ha visto a personas extrañas cerca del chalé del ingeniero?






- No.






El rostro y la voz de la señorita Gina traslucían una evidente incomodidad.






Bruno intentó tranquilizar a la mujer.






- No debe tenerme miedo. La policía está al servicio de los ciudadanos.






- Yo no le tengo miedo a la policía… Yo siempre miro los telefilmes policíacos. El inspector Derrick, el comisario Montalbano, el teniente Colombo.






- ¿Le gustan las historias que tienen como protagonistas los policías?






- Sí. Me divierten. Hace tantos años miraba las encuestas del comisario Maigret, aquéllas con Gino Cervi. Pero usted no puede haberlas visto. Cuando las transmitían todavía no había nacido.






- No. En efecto… Desgraciadamente la realidad es muy diferente de la que aparece en los telefilmes. En televisión cada investigación es intrigante, sorprendente. En la vida real, en cambio, el trabajo de nosotros policías está aburrido, soso, hasta penoso, cuando tienes que ver con delitos de violencia o violación. Y entre colegas raramente existe aquella camaradería que se ve en las series televisivas... Los culpables, luego, no son genios del crimen astutos y fascinantes. A menudo son personas ignorantes y malas. O unos pobres diablos… Ayer, por ejemplo, he tenido que detenir a una mujer con problemas de depresión que después de haber perdido mil euros en el juego en un solo día estaba destrozando a martillazos una máquina de video poker en un bar. Sólo quería recuperar su dinero, no provocar daños, pero he debido detenerla igualmente.






- ¡Pobrecita!... ¿Quiere un café?






- No, gracias. No puedo tomarlo. Me causa acidez de estómago.






- ¿Entonces prefiere un helado?






Bruno consintió, no porque tenía ganas de helado, sino para hacer sentir a gusto a Gina e inducirla a contar lo que sabía.






- ¿Guinda o chocolate?






- Chocolate.






La anciana sacó un cucurucho de helado de un gran congelador gris que ocupaba mitad de una pared, justo debajo del reloj cucú, y lo dio al policía.






- Qué grande es aquel congelador.






- Me lo ha regalado una amiga de la parroquia. A ella ya no le servía porque debía trasladarse y en su nueva casa no tenía un sitio donde ponerlo. Cuando en el supermercado hay unas ofertas, yo compro la vedura y la carne a bajo precio y las sobrecongelo. Así siempre tengo una provisión de todo.






En una mesilla redonda cubierta por un pañito beige estaba apoyada una muñeca de unos quinze centímetros de aspecto oriental.






Bruno fingió interesarse por el exótico souvenir.






- Qué linda muñequita.






- Viene de la India.






- ¿Usted ha estado en la India?






- No, nunca. Me la ha regalado la hija de una prima mía, que ha ido allá durante el viaje de novios… Yo nunca he estado en el exterior. He viajado poco también en Italia. A veces he ido a visitar unos santuarios con las giras organizadas por la parroquia.






- ¿Quién habita arriba?






- Una pareja de jóvenes con una niña de cuatro años. Ella es una extranjera. Una cubana.






- ¿Se llevan bien?






- No sé.






- ¿Los siente pelearse?






- De vez en cuando. Pero no se comprende lo que dicen.






- ¿Le han hablado de los motivos de sus contrastes?






- A veces Clara se desahoga conmigo, cuando nos vemos por las escaleras. Me ha dicho que él la ha engañado. Le ha hecho creer que era un ricachón y en cambio es un pobretón… El padre de Stefano era obrero. Ahora es jubilado. La madre es enfermera. Con tantos sacrificios han logrado comprarle este departamento donde vive… Clara se esperaba mucho más. En su país no estaba bien porque había tanta pobreza. Stefano le ha dicho que tenía una casa grande, un buen trabajo, mucho dinero. Si hubiera sabido la verdad nunca se habría casado con él. Ella es linda. En cambio él es feúcho. Delgado como un palillo, todo pelado.






Gina se cubrió la boca con una mano.






- ¡Oh! ¡Disculpe!






- No hay problema... ¿Clara y Stefano conocían al ingeniero Mori?






- Me parece que no.






- ¿Quién habita en el segundo piso?






- Un señor malo. Siempre maltrataba a su esposa y a sus hijos. Después de que los hijos se han casado su esposa lo ha dejado. Su familia ya no quiere saber nada de él.






- ¿Cuántos años tiene?






- Más o meno mi edad, creo… Es un tipo arisco, solitario. Sale poco de casa. Nunca lo veo… No paga los gastos de comunidad desde hace años.






- ¿Sabe si conocía al ingeniero Mori?






- No sabría.






Terminado de comer el helado Bruno se despidió y subió dos tramos de las escaleras, acompañado por la sensación que la vieja le estaba escondiendo algo.






En el primer piso le abrió la puerta una chica de unos veinticinco años alta y pulposa. Una camiseta y un par de jeans ceñidos ponían de relieve sus cabellos y sus ojos negros y su tez oscura.






La señorita Gina tenía razón. Clara era linda. Muy linda. Todo lo contrario de su novia.






También aquélla de la joven pareja era una típica vivienda de la clase medio-baja. Los muebles eran nuevos pero adocenados, como todos los otros componentes del mobiliario, del cortinaje a los bibelotes.






Las manchas en el suelo, el polvo, las revistas y los juguetes esparcidos en todas partes dejaban intuir que a la atrayente mulata la suciedad y el desorden no la molestaban. O quizás no le importaba nada esa casa. ¿Pero entonces por qué el balcón estaba lleno de flores?






El aire tibio que entraba por una puerta ventana abierta hinchaba las cortinas de pésima calidad, seguramente cosidos en una remoto fábrica textil de China.






De la calle subían los gritos y las risas de un grupo de escolares.






- ¿Está al corriente que esta noche en el chalé aquí enfrente ha habido un homicidio?






- Sí. - contestó la cubana mirando al policía con desconfianza.






- ¿Conocía a la víctima, el ingeniero Mori?






- No.






- ¿Y su marido la conocía?






- De vista. Se saludaban.






- ¿Son amigos?






- Que yo sepa no.






- ¿En los días pasados ha notado a personas desconocidas vagar en los alrededores del chalé donde ha ocurrido el delito?






- No.






- ¿Anoche ha sentido movimientos insólitos en la calle?






- No.






- ¿Conoce al inquilino que habita arriba?






- Lo habré visto dos o tres veces en todo en cuanto he venido a vivir aquí.






- ¿Con la otra vecina suya, la señorita Ottonello, se lleva bien?






- ¡Claro! Con ella puedo hablar. Ella me comprende.






- Qué lindos tulipanes hay en su balcón.






- De ellos se ocupa mi suegra, cuando viene a visitar a la niña.



La suegra de Clara intentaba guardar las apariencias. Al menos vista desde fuera, aquélla de su hijo tenía que parecer una normal limpia casita con los balcones floridos, no la pocilga que era en realidad.



- La señorita Ottonello conocía al ingeniero Mori?
- No. Creo que no.



Clara contestaba secamente y parecía impaciente por que ese coloquio llegara al final y el policía se fuera.






Cuando Bruno salió de su departamento, por segunda vez fue asalido por la misma sensación que había sentido en la casa en la planta baja. La cubana también, como la vieja, le estaban celando un secreto. Quizás ambas tenían conocimiento de informaciones sobre la muerte del ingeniero que tenían miedo a revelar.



Quizás Clara, esposa insatisfecha, para escapar de la monotonía de una existencia pequeño-burgués se había vuelto la amante de Mori.




En el segundo piso, además de la puerta de la vivienda del condómino misántropo, había una pequeña puerta detrás de la cual aparecía una escalera que conducía al techo.






El policía pulsó el timbre cuatro veces pero nadie le abrió, a pesar de que del interior del departamento provinieran unos sonidos indistintos que se parecían a unos quejidos.






Hipotizó enseguida que el viejo se había sentido mal y no lograba ni moverse ni hablar.






No tenía una orden de allanamiento, sin embargo en aquel caso estaba autorizado igualmente a entrar.






En una situación parecida el protagonista de un telefilme policíaco habría echado al suelo la puerta a patadas o a espaldarazos. Pero en la realidad tratando de abatir una puerta blindada con la sola fuerza de su propio cuerpo se corría el riesgo de destrozarse los huesos. Considerado el contexto, no era oportuno hacer saltar la cerradura con un golpe de pistola, por lo tanto Bruno decidió entrar en la casa pasando por el techo.






Se encaramó a la escalera y se halló en un desván infestado por las palomas. Había plumas, excrementos y suciedad por todas partes. Los pájaros comenzaron a aletear asustados en la que ya consideraban una propiedad suya.






A través de una trampa el policía subió al techo. Avanzando con cautela sobre las viejas tejas rojas se acercó al borde. Luego pegó un brinco y cayó de pie en la terraza de abajo.






Un cordel tenía la puerta ventana entornada. Con un tirón Bruno lo desgarró y entró en un living.






A sus ojos se presentó una escena casi surreal en su concreta tragicidad.






La habitación estaba recubierta de polvo y telarañas. Las voces provenían de un televisor encendido. En el sofá, sentado frente al televisor, había un cuerpo momificado.






El viejo malo había muerto, probablemente de infarto, mientras miraba la televisión. Solo.






Es por eso que ya no pagaba los gastos de comunidad y sus vecinos no lo veían nunca.






Desde hace años nadie se interesaba a él. Ya no tenía ni amistades ni amores. Quizás, por culpa de su pésimo carácter, nunca había tenido.






La apertura de la puerta ventana había permitido que los miasmas emanados por el cadáver en descomposición salieran del cuarto dispersándose en el aire libre sin apestar el departamento.






Bruno avisó la central, que, según la praxis, mandó allí a un médico legal.






Mientras el médico legal examinaba el cuerpo el policía recibío una llamada en su celular. De la central lo informaron que la esposa del ingeniero había confesado haber asesinado al marido con la complicidad de su amante. El móvil: embolsarse la prima de un seguro sobre la vida estipulada por la víctima.






Cuando todos se hubieron ido, Bruno intentó autoconvencerse a barrer con las dudas y las sospechas que lo estaban agobiando.






- Hoy has hecho bastante. El caso ha sido solucionado. En este edificio no hay ningún secreto para descubrir. Tu trabajo es asco y aburrimiento. Tú no eres el comisario Maigret. Ni se le pareces físicamente. Él era robusto e imponente. Tú eres delgadito e insignificante. Y además pelado. Eres una ridícula cabeza pelada. Es así que te llaman tus amigos desde cuando has perdido los cabellos. Bruno cabeza pelada. Ahora ándate a casa, come y luego échate a mirar el programa televisivo menos cretino que encuentras. Y para de soñar y de perseguir las quimeras.






Sin embargo algo no encajaba.






¿La de la vieja y de la cubana sólo era una comprensible y natural agitación provocada por deber contestar a las preguntas de un miembro de las fuerzas del orden, o bien algo más grave estaba turbando el alma de las dos mujeres?






El policía bajó al primer piso y tocó varias veces el timbre. Del interior de la vivienda no llegó ningún señal de vida.






En la planta baja la señorita Gina le abrió la puerta con titubeo.






- He visto que se han llevado a mi vecino.






- Ha fallecido hace cuatro o cinco años.






- ¡No! ¡No es posible! Un cadáver emana mal olor. Yo nunca he sentido mal olor en la escalera.






- Ha salido de la puerta ventana abierta... No es la primera vez que suceden episodios parecidos. Personas que mueren en su casa y los parientes o los vecinos sólo se enteran después de mucho tiempo.






- Es verdad. Lo dicen también en la televisión y en los periódicos.






- Usted me esconde algo.






Al sentir aquella frase pronunciada con voz firme la anciana apartó la mirada.






- Yo no sé nada. No sé quién ha matado a ese ingeniero.






- No me refiero al ingeniero.






- Clara se ha ido con la niña. Ha vuelto a su país.






- No puede llevar al exterior a un menor sin el consentimiento del padre. ¿Ha ido al aeropuerto?






- A esta hora su avión ya ha partido… No sé si se ha equivocado o no en dejar al marido… Cuando todavía estaba viva mi mamá yo también he pensado tantas veces en escapar, pero no tenía ningún lugar adonde ir. En cambio Clara puede volver a sus padres.






El secreto había sido desvelado. Demasiado tarde para impedir que fuera cometido un delito.






Bruno miró fijo a Gina en los ojos.






- Usted todavía me esconde algo.






- ¿Qué debería esconderle? Yo no he hecho nada.






Al improviso en las orejas del policía resonó repetidamente una palabra.






- ¡La madre!






El hombre, presa de un presentimiento indefinido e inquietante, se dirigió hacia una puerta que debía ser del dormitorio y la abrió de par en par.






En la habitación no había nadie. La cama matrimonial con sábanas blancas y una colcha bordada rosa claro perfectamente estiradas.






- ¿Dónde está su madre?






Gina se quedó con la boca abierta. No se atrevía a contestar, paralizada en una expresión de enorme angustia.






De repente la pequeña puerta del reloj de pared se abrió de par en par y, por un lapso de tiempo que a Bruno pareció interminable, un pajarito variopinto se fue hacia adelante y hacia atrás, chillando:






- Cucú! Cucú! Cucú! Cucú! Cucú! Cucú! Cucú!






Luego la anciana se dio ánimo y dijo con resignada tranquilidad:






- Mamá está en el congelador. Pero está lejana de la comida. Allí dentro hay mucho espacio. No debo tener todo amontonado.






Bruno sintió desaparecer todas sus energías y le vino una crisis de profundo pesimismo. En su mente se agolparon pensamientos sombríos.






- Lo peor nunca tiene fin. Hoy he comido un helado con sabor a cadáver… ¿Pero por qué he elegido ser policía? Habría sido mejor si hubiera elegido limpiar los inodoros de las estaciones ferrocarrileras.






- He dedicado toda mi vida a cuidar a mi mamá. - empezó a contar Gina con tono sumiso - Soy hija única. Nunca me he casado y nunca he trabajado porque tenía que ayudarla y hacerle compañía. Vivíamos con su pensión de viudez. A los sesenta y cinco años me han dado la pensión social. 400 euros al mes. Cuando mi mamá ha muerto no lo he dicho a nadie porque me habrían quitado su pensión. Aquel dinero, aunque es poco, me sirve para pagar el alquiler. Con mi pensión logro a duras penas comprarme la comida y pagar los recibos… Yo estoy apegada a esta casa. Vivo aquí desde hace cuarenta años. Después de que mi padre ha fallecido yo y mi mamá hemos dejado nuestro viejo departamento, que era demasiado grande para dos personas, y nos hemos trasladado a este edificio. Ésta es una zona tranquila. Conozco a mucha gente, tengo mis amigas de la parroquia. Me asusta la idea de irme. ¿Para acabar dónde, luego? ¿En un hospicio para pobres?






- Podía hacer enterrar a su madre y no comunicar su muerte al Inps (Instituto Nacional de Seguridad Social).






- Pero si un empleado después de algún mes o algún año hubiera descubierto que había muerto me habrían quitado su pensión y también habría tenido que devolver un montón de dinero.






La señorita Ottonello estaba consciente de los delitos que había cometido: estafa contra el estado y ocultamiento de cadáver.






- ¿Quiere detenerme? - preguntó timidamente.






- Fingimos que no ha sucedido nada.






- ¿Entonces no me detiene?






- No.






Bruno salió de la vivienda de la vieja sin despedirse. No veía la hora de volver a su tranquilizadora casita.






Ahora era la tarde. Había una extraña luz dorada y el aire estaba frío, agitado por un leve vientecito. Una bandada de golondrinas revoloteaba armoniosamente en el cielo terso, emitiendo chillidos estridentes.






El portón del taller mecánico estaba cerrado.






En la fachada de un edificio en la ésquina con la calle Jules Verne estaba colgado un letrero de mármol corroído por el tiempo en el que estaba grabada la inscripción "Calle Emilio Salgari escritor 1862-1911."






- Un desgraciado. - pensó el policía.






Salgari por toda la vida había trabajado como un esclavo, explotado por sus editores por una miseria, y había muerto suicida, cargado de deudas. Las historias extraordinarias contadas en sus novelas sólo les había vivido en su fantasía. Era demasiado pobre para poder viajar y visitar los maravillosos países exóticos que eran el telón de fondo de las azañas heroicas de sus personajes.






Bruno se sintió traspasar una pantorrilla por pequeños dientes agudos. Lo había mordido un cachorro de perro con pelo espeso gris y blanco. El dueño del pequeño animal, un hombre de treinta años seco y calvo con una sonrisa radiante que le iluminaba el rostro, se disculpó:






- ¿Le ha hecho daño?... Es un regalo para mi niña. Su primer perrito.






- No importa.






Sólo le faltaba eso para concluir el día en la peor de las maneras. Encontrar al marido de la cubana feliz de traer un regalo a su hija.






¿Qué sentiría aquel individuo al encontrar su casa vacía? ¿Al descubrir que su esposa y su niña se habían ido para siempre?






Bruno se alejó de la calle Salgari a grandes pasos, siguiendo repitiendo:






- ¡Indiferencia!
















EL FUTURO
















Giulia Alessi tenía una cita con la cartomántica Zoraida a las 18,30.






La chica estaba ansiosa por conocer su futuro. Nunca se había hecho echar las cartas, antes.






A las 18 y 25 del 12 de diciembre entró en un gran edificio de seis pisos de la ciudad de Como y subió al quinto piso con el ascensor.






Giulia tenía veintiocho años, trabajaba como secretaria en un despacho de asesoría fiscal y aspiraba a encontrar el gran amor y formarse una familia. Pero era difícil, en aquellos tiempos, hallar a un hombre confiable dispuesto a iniciar una relación sentimental seria y duradera.






Giulia hacía bastantes cosas para entrar en contacto con nuevos chicos. Frecuentaba discotecas, gimnasios, piscinas, bares. Se inscribía en todas las redes sociales que descubría en internet. Cuidaba su aspecto físico como una maníaca. No obstante el hombre justo no aparecía en su vida.






Giulia prefería los tipos guapos y adinerados que sacaban de continuo frases divertidas, pero se conformaba con aquéllos no particularmente atractivos y brillantes, y también con limitados recursos económicos, a falta de algo mejor.






Muchos de los compañeros que había tenido la habían traicionado, la habían usado, se habían juntado con ella sólo para tener sexo, le habían contado mentiras, la habían descuidado.






A menudo ella los había pagado con la misma moneda. Se había portado exactamente como ellos, por venganza o por oportunismo.






La cartomántica, una mujer de mediana edad con el maquillaje pesado cuyo verdadero nombre era Paola Valle, desempeñaba su profesión desde hace tantos años y solía estudiar a las personas y dividirlas en categorías. Le bastaron pocos minutos para comprender que Giulia pertenecía a la categoría de las jóvenes mujeres en busca de cariño y amor, insatisfechas y decepcionadas por las relaciones frías y superficiales que instauraban con los hombres. Seres que, en una sociedad dominada por el egoísmo y el culto a la apariencia, no lograban hallar a un compañero capaz de experimentar sentimientos puros y sinceros, sin darse cuenta de que ellas tampoco eran capaces de experimentarlos.






La lectura de las cartas, que Zoraida consideraba una enorme estupidez útil exclusivamente para ser la cobertura de estafas a pobres imbéciles, reveló que en el futuro de Giulia no habrían ni un marido ni unos hijos.






Sin embargo la cartomántica, desde siempre acostumbrada a ayudar sus clientes a solucionar sus problemas, y no sólo a mangarles dinero, le contó a Giulia lo que la chica deseaba sentirse contar, para infundirle confianza en sí misma y optimismo.






La informó que dentro de algún mes encontraría al hombre de sus sueños, que se convertiría en el padre de sus dos hijos, un varón y una niña. Antes pero se tropezaría con otros individuos infieles y narcisistas, de los que le aconsejó estar lejos.






Giulia dejó el departamento de Zoraida feliz. Abrió la puerta del ascensor, dio un paso hacia adelante y cayó al vacío. Su existencia acabó ocho segundos después, sin sufrimientos.






Las cartas no habían previsto que apenas salida de la casa de la cartomántica entraría en un ascensor con la cabina bloqueada en el piso superior.





















LA FIESTA DEL FIN DEL VERANO











El personal de la empresa de catering Primavera Eventos, como precedentemente concordado, se presentó delante de la entrada de la mansión del doctor Filippo Rinaldi al inicio de la tarde del 20 de septiembre. Aquella noche en la espléndida residencia a orillas del lago Maggiore del adinerado dentista de Verbania habría una fiesta de adiós al verano.






La cancela automática de la tapia se abrió y los camiones de la Primavera Eventos dotados de sus equipamientos entraron en un gran jardín lleno de flores y de plantas, con pabellones en madera preciada, fuentes de mármol oscuro y una piscina de forma oval.






Un jardinero estaba cuidando la variegada y lozana vegetación, que inundaba el lugar de efluvios perfumados. Lo ayudaba un joven con rasgos somáticos típicamente suramericanos, gordo y sudado. En el aire resonaban gorjeos. Pájaros variopintos volaban velozmente de una rama a la otra.






Los dependientes de la empresa de catering se pusieron a preparar el bufé bajo un sol caliente y deslumbrante. Entre ellos había Roberta Altavilla, una chica de treinta y dos años que había sido contratada diez años antes más que por su preparación por su aspecto físico. Un metro y setenta de altura, muy atrayente, quedaba bien delante de los clientes.






Roberta amaba su profesión, porque le permitía evadirse por alguna hora a la semana de una existencia que advertía insignificante y aburrida estando en contacto con la gente importante. A la chica, en efecto, le gustaba encontrarse entre los ricos, mirarlos, escucharlos. La enorgullecía sentirse una parte, aunque infinitesimal, de su mundo y los envidiaba.






Pero no se hacía demasiadas ilusiones que un día se convertiría en una de ellos. Había comprendido desde hace tiempo que si naces en una familia pobre es difícil pasar el umbral del círculo de los privilegiados. Si tienes orígenes humildes los rico te rechazan. Te consideran un ser inferior.






Los hombres ricos con aquéllas como ella sólo querían divertirse, pero luego se casaban con mujeres que pertenecían a su misma clase social. Hijas de empresarios, terratenientes, abogados, médicos.






Roberta tenía amigos que eran obreros, vendedores, empleados. En cambio ella habría deseado frecuentar a directivos, enseñantes, artistas.






Desde cuatro meses estaba soltera. En el pasado había tenido bastantes breves relaciones sentimentales, la más larga había durado un año y medio, sin nunca pensar en casarse.






También en los períodos en que estaba de novia, siempre esperaba ser notada y cortejada por alguien importante durante un acontecimiento mundano en el cual participaba por razones de trabajo.






Mientras estaba disponiendo los vasos sobre las mesas, Roberta fue golpeada por la presencia de un individuo sobre los treinta años que recorría los caminos de piedra del jardín, inspeccionando cada rincón. En traje y corbata, buen físico, pelo cortísimo, intuyó que se trataba de un empleado de seguridad.






Pasando delante de una ventana abierta de la planta baja, vio a un hombre y a una mujer en un vasto salón con muebles modernos y lujosos. El doctor Rinaldi, al que ya había encontrado en varias ocasiones por las calles de Verbania, estaba en compañía de una joven atractiva, muy alta, con largo pelo negro liso peinado con la raya en medio. Su compañera, seguramente, por la que había dejado a su esposa, madre de sus tres hijos, después de cuarenta y dos años de matrimonio. A Roberta habían contado que se llamaba Monica, era una modelo y a veces había aparecido en televisión y en los periódicos.






El profesional, indudablemente sobrepeso, tenía la cara surcada por arrugas profundas, la piel arruinada por las prolongadas exposiciones al sol, bolsas azuladas bajo los ojos, las mejillas y el doble mentón flácidos y una barriga enorme.






Roberta, cegada por la admiración que sentía hacia él, no estaba capaz de percibir su real, objetiva, monstruosa fealdad.






Para ella los ricos, los viejos también, eran todos lindos, y además cultos e inteligentes.






- Ya no aguanto a tu prima. Come como un buey y no hace nada todo el día. A mi cargo. - estalló de repente el dentista.






- Está escribiendo un libro, lo sabes.






- En vez de escribir un libro que no comprará nadie debería ir a trabajar. Tiene treinta y ocho años y no ha trabajado un solo día de su vida.






- Ha buscado por todas partes, pero no logra encontrar ningún empleo. Te he preguntado muchas veces que la contratates en tu oficina.






- ¡Sí! Así además de darle comida y un cuarto donde dormir debería también pagarle un sueldo. Aquélla es una holgazana. No es verdad que busca trabajo. Para ella es mucho más cómodo vivir a costillas de los parientes. Desde cuando sus padres se han cansado de mantenerla y la han echado de casa se ha establecido aquí con la excusa que necesita estar en un entorno tranquilo para escribir sus obras. No me atrevo a imaginar qué montones de burradas se inventa. No deja que ninguno los lea porque sabe que dan asco.






Una mujer entró en la habitación. Era lo contrario de Monica: rubia, con la tez clara, baja, gorda.






- Aquélla es la prima. - adivinó Roberta.






La mujer atravesó el salón con una sonrisa socarrona pintada en el rostro.






- Me ha venido la inspiración. Voy al jardín a continuar mi libro. - dijo con voz infantil antes de salir.






- Se ríe aquella vagabunda. - murmuró Rinaldi a regañadientes.






- Debes tener paciencia.






- ¿Y por qué debería tener paciencia? ¿Sólo porque es una pariente tuya? Qué encuentre a otro cojudo que la mantenga.






- ¡Dale! No hagas así.






- ¡Basta ya! ¡Tiene que irse!






La prima de Monica se sentó a un escritorio de madera de iroko, a la sombra de un tilo majestuoso, y se puso a escribir en un bloque con la cubierta turquesa.






Roberta logró dar una ojeada a sus apuntes, que consistían en tres breves poemas que le parecieron unos ejemplos de alta literatura:











LOS HOMBRES QUE VAN CON LAS PROSTITUTAS











Me dan asco.











FOTOS RETOCADAS











Hojeo una revista.






¡Qué horror!






Los ricos y famosos transformados






en ridículas estatuas de cera






grotescos muñecos de goma






patéticas máscaras de carnaval.






Me pregunto: ¿Por qué?






Me parece imposible una respuesta plausible.











MACHISMO EN TELEVISIÓN











Las mujeres que trabajan en televisión






tienen que ser jóvenes y bellas,






altas y delgadas,






sin arrugas y sin gafas,






con el pelo espeso y reluciente.






En suma: perfectas.











Los hombres que trabajan en televisión






pueden ser viejos y feos,






bajos y gordos,






con las arrugas y las gafas,






con el pelo gris o la cabeza pelada.






En suma: unos adefesios.











Después de haber currado sin descanso por toda la tarde, por la noche Roberta se paró para contemplar el ocaso en el cielo, una inmensa extensión azul estriada de rosa, de amarillo y de violeta. Esperó que un enorme solo rojo desapareciera lentamente bajo el horizonte, luego fue a retocarse el maquillaje en el baño de la zona reservada a los empleados domésticos, en el ala derecha de la mansión.






Los invitados llegaron a las veintiuno en automóviles de gran cilindrada, elegantes y bronceados. Además que de Verbania y de otras ciudades piamontesas, provenían de Lombardía y de Liguria.






Las mujeres lucían peinados complejos y uñas pintadas perfectamente modeladas.






Roberta encontraba agradables sus caras devastadas por los tratamientos de medicina estética. No se daba cuenta de qué grotescas eran: ojos alucinados como aquéllos de los espectadores de las películas de horror, mejillas y labios hinchados como cámaras de aire, narices dilatadas, cejas asimétricas.






La compañera de Rinaldi llevaba un largo vestido blanco de seda con la espalda descubierta. Única belleza genuina en una fila de cuerpos femeninos deformados por silicona, botox y colágeno, provocó la envidia de los huéspedes de su mismo sexo y la admiración de aquéllos masculinos.






Mientras distribuía bebidas y alimentos, Roberta escuchó con interés los discursos de los ricos sobre sus carros, sobre sus vacaciones en renombradas localidades turísticas, sobre sus viajes en países lejanos.






Observó hasta los mínimos detalles sus prendas a la última moda de las marcas más prestigiosas. Los zapatos femeninos con el tacón altísimo. Las joyas y los complementos de lujo.






La noche estaba fría. El bajón de temperatura con respecto de la tarde había sido notable. Todos se estremecían en su ropa liviana. Las señoras más ancianas, más previsoras, se habían proveído de bufandas o de chales para protegerse el cuello y los hombros.






La prima de Monica, con sus manos cortas y rollizas, se llenó un plato de pasteles. Luego se le dirigió a Roberta.






- Querría una tajada de tarta al chocolate y una tajada de tarta a la crema.






- Tenemos tarta de avellana y tarta con frutos del bosque.






- Yo quiero la tarta al chocolate y la tarta a la crema.






- Sólo hay la tarta de avellana y la tarta con frutos del bosque.






- Entonces está bien lo que hay.






Roberta cortó dos tajadas espesas de tarta de avellana y de tarta con frutos del bosque y las dio a la mujer, que con la expresión mostró apreciar las dimensiones de las porciones que le habían sido servidas.






- ¿Usted es Biondetta, la prima de Monica? - preguntó una cincuentona con los músculos del rostro paralizados por el botox que cuando hablaba sólo movía los labios.






- Sí.






- Tengo la impresión que ya he encontrado a usted en alguna parte. ¿Quizás en el Reina de Verbania?






- Es imposible. No frecuento ese bar porque hay helados horrendos.






- ¿De qué se ocupa?






- Actualmente estoy desocupada… Hoy día encontrar trabajo es difícil.






- ¡Ya! Si luego uno el trabajo no lo busca, es aún más difícil que lo encuentres - intervino cáustico el doctor Rinaldi.






- A la espera de un empleo me entrego a la escritura.






- ¿Usted es escritora?






- Sí, pero mis obras todavía son inéditas. Hasta ahora he compuesto seis. Las mías son seis obras en busca de editor.






- ¿Escribe novelas?






- Novelas, cuentos, piezas teatrales. He apenas completado una colección de microrrelatos, fragmentos diría mejor, autobiográficos... Lamentablemente hoy día para un principiante es casi imposible conseguir encontrar una editorial dispuesta a publicar sus libros.






Rinaldi se entrometió de nuevo en el discurso.






- ¿Nunca has tenido la duda que ninguna editorial quiere publicar tus libros porque los considera unas porquerías?






- ¡No! No tengo ninguna duda sobre mi talento narrativo. De todos modos, ya que no escondes tu escepticismo, te adelanto una sorpresa. Estoy en negociaciones con la Girasol Ediciones, que encuentra mis microrrelatos muy originales e interesantes.






- ¡Todas bolas! Quieren sonsacarte dinero.






- No es verdad. No me han pedido ninguna contribución a los gastos de publicación. - mintió Biondetta.






- ¡Qué va!






El dentista miró fijo a la prima de su compañera con desaprobación, negó con la cabeza y se alejó refunfuñando:






- Actualmente está desocupada… ¿Y antes en cambio?... ¡Maldito parásito! Se cree linda y es un loro. Se cree una intelectual y es estúpida como una cabra. Mejor, como una gallina. Las cabras son mucho más inteligentes que ella.






Tímidamente, Roberta expresó un pedido.






- Me gustaría tener un ejemplar con autógrafo de sus cuentos.






- !Pues claro! - exclamò Biondetta halagada. En cuanto sean publicados se los enviaré por correo. Déjeme una hoja con su dirección.






A las veintitrés y cuarto, con gran estupor de Roberta, llegó un famoso político, en el pasado varias veces ministro, con su inseparable séquito de lameculos y jóvenes mujeres que aspiraban a convertirse en estrellas de la televisión y de las revistas de chismes.






El hombre, de setenta años y pico, restablecido de su último lifting, tenía la cara y el cuello embadurnados de maquillaje y pocos cabellos dibujados con pericia sobre su cabeza calva. Para él la buena presencia era uno de los valores fundamentales en la vida, además de la riqueza, del poder y del éxito.






Todos los presentes lo adularon sin pudor, esperándose a cambio unos favores. Sólo Biondetta siempre le quedó lejos y apenas lo saludó. Quizás temía que, si hubiera sabido que estaba desocupada, le buscaría un trabajo.






Roberta notó que Monica, de vez en cuando, lanzaba miradas furtivas, correspondidas, al fascinante empleado de seguridad.






Notó también que por toda la duración de la fiesta su prima se atiborró de comida, sobre todo de dulces.






Biondetta, Monica, Rinaldi y todos los personajes que los circundaban le parecían los protagonistas de una seria televisiva que habría podido titularse "La mansión a orillas del lago". Ella misma se sentía un elemento integrante, aunque secundario, un extra, de esa serie.






La fiesta de adiós al verano se desarrolló placenteramente entre música, bailes y risas.






El servicio ofrecido por la Primavera Eventos fue como siempre impecable y todos quedaron satisfechos.






Después de horas de diversiones los invitados, poco a poco, se fueron. Últimos en abandonar la fiesta, los dueños de casa subieron al dormitorio en el primer piso. En el jardín sólo quedaron los dependientes de la empresa de catering, que cargaron velozmente en los camiones sus equipamientos.






Eran las altas horas de la noche. Una media luna resplendecía en la bóveda celeste diseminada de estrellas que emanaban un brillo trémulo. Del lago soplaba un hálito de viento gélido y llegaba el ruido de las olas que se estrellaban contra la ribera.






También aquel año el verano había acabado. Dentro de pocas horas nacería el sol del primer día de otoño.






En la superficie de la piscina, dentro de algunas semanas, flotarían las hojas secas caídas de las ramas de los árboles.






Una cancela automática, accionada por una empleada doméstica en el interior de la casa, se abrió de par en par y los camiones de la Primavera Eventos salieron del jardín.






Ahora la mansión estaba de nuevo protegida por una pared de cemento.






Roberta, átomo opaco que vivía de la luz reflejada por los ricos, se preguntó si lograría salvar el muro que la separaba del mundo dorado de los millonarios. Y dio un suspiro cargado de tristeza.






- Quién sabe si un día yo también podré participar como huésped en una fiesta en un lugar como éste.
















LA MUDANZA











El cielo de la mitad de abril era blanco y sin sol y el aire frío y húmedo.






En el jardín el viento arrancaba los últimos pétalos blancos y violeta de las magnolias en flor.






Con el alma invadida por una inmensa tristeza y una profunda sensación de injusticia, Osvaldo y Wanda se aprestaron a dejar para siempre el chalé en el que habían vivido por más que veinte años y que habían pagado enteramente de su bolsillo con los ahorros de una vida de trabajo.






Se sentían como perros sarnosos echados a patadas por un dueño cruel.






Mientras el personal de la empresa de mudanzas cargaba sus muebles en un camión, marido y esposa recorrieron con el pensamiento las etapas que habían tenido como conclusión la pérdida de su casa.






Cuando su único hijo, Tiziano, se había casado con una coetánea suya, Laura, habían adquirido un chalé en el centro de la ciudad de Aosta y lo habían registrado a su nombre.






Ellos dos habían ido a habitar en la planta baja, mientras su hijo y su nuera habían ocupado el primer piso del edificio.






Después de cuatro años de casamiento Tiziano y Laura habían tenido un hijo varón, Matteo.






Un día, el más malo de su existencia, un carabinero les había comunicado a Osvaldo y Wanda que Tiziano había tenido un accidente de tránsito y había muerto.






Durante los primeros años de viudez Laura se había dedicado exclusivamente a su hijo.






Luego, cuando Matteo se había convertido en un adolescente, la mujer había empezado a salir con sus amigas por la tarde y en el fin de semana.






Osvaldo y Wanda no veían con buenos ojos aquellas salidas, porque tenían miedo a que su nuera encontrara a un hombre que reemplazaría a Tiziano en su vida, alejándola de ellos.






La noticia que tanto temían había llegado un 23 de diciembre, como un regalo de Navidad envenenado.






Laura los había puesto a lo corriente que había iniciado una relación con un divorciado.






La cosa los había hecho caer en el desaliento más total.






Habrían querido que su nuera nunca se casara y que siempre se quedara a su disposición en caso de necesidad. Habían ido a vivir en el departamento debajo de el de su hijo justamente para tener su ayuda y aquélla de su esposa durante la vejez.






Quién los cuidaría en el porvenir, en el momento en que ya no hubieran sido autosuficientes, se preguntaban.






Por ahora todavía gozaban de buena salud, pero eran ancianos y podrían enfermarse y necesitar asistencia en cualquier momento.






Laura los había invitado a almorzar para presentarles su nuevo compañero, pero Osvaldo y Wanda se había negado a conocer al individuo que los privaría de un precioso sostén en la tercera edad.






Aquella situación los preocupaba y los fastidiaba terriblemente.






Sus relaciones con la nuera se habían deteriorado cada día más.






Se le dirigían con tono descortés y resentido y todas las veces que la encontraban la traspasaban con miradas llenas de desaprobación. Además hablaban mal con quienquiera de ella y de su compañero.






Su nieto estaba de parte de su madre. Ya no iba a visitarlos, no los saludaba y ni siquiera los miraba en la cara cuando se cruzaba con ellos por la escalera o en el jardín del chalé.






Un día Laura, enfadada porque había sabido que contaban por ahí que era una ladrona y robaba en la oficina en la que trabajaba, les había intimado que se fueran lo más pronto posible de su departamento, que le servía para hospedar a su compañero.






Se habían peleado violentamente con ella. Le habían echado en cara que aquel chalé lo habían pagado ellos con su dinero. Le habían dicho malas palabras. La habían acusado de nunca haber amado a su marido y de no ser una buena madre.






Una semana después del choque con la mujer, Osvaldo y Wanda habían recibido una carta certificada escrita por un abogado que contenía una intimación a dejar su vivienda dentro de un mes.






Pasmados, se habían consultado con un abogado, el cual les había explicado que no podían oponerse al desahucio pues no tenían ningún derecho sobre el inmueble en el que vivían. Los únicos propietarios del chalé, heredado de Tiziano, eran su nuera y su nieto, que tenían la facultad para hacerlos desalojar también sin preaviso.






Se habían hallado a los setenta años sin una casa, sin hijos, sin nadie que les echara una mano.






Habían debido buscar otro departamento al que trasladarse, en alquiler porque no tenían bastante dinero para comprar uno.






La tarde antes de irse se habían dado el gusto de matar con detergente líquido las plantas que Laura tenía en el descansillo y de lanzar una escoba encima de Tato, el gato de la mujer, rompiéndole una pata.






- Nosotros hemos acabado. - los avisó un obrero de la empresa de mudanzas.






Con los ojos cegados por las lágrimas Osvaldo y Wanda cerraron por última vez la puerta de su vivienda pensando al unísono, unidos por el mismo rencor feroz hacia su nuera:






- ¡Puta!
















LA ANTECÁMARA











A las 12 y 40 del 16 de enero Enza Caruso, viuda y jubilada de sesenta y cinco años, entró en la sala de espera de la división de terapia intensiva de un hospital de la ciudad de Milán.






La mujer tenía un aspecto repugnante: vestidos raídos lleno de manchas y zapatos desfondados; cabellos grises híspidos siempre desgreñados; el labio superior y el mentón recubiertos de largos pelos negros y duros; piernas arqueadas por el peso y los años. Los rasgos de su rostro denotaban un origen sureño. En efecto había emigrado al norte, en la capital de Piamonte, Turín, a principios de los años '60.






La sala de espera de la terapia intensiva, con las paredes de color blanco sucio, era iluminada por la fuerte luz artificial de un neón y por la luz natural procedente de una ventana que daba al patio del hospital. Sobre las sillas de acero con el asiento y el respaldo de plástico azul se habían sentado, lejanos la una de la otra, tres personas. A la derecha, cerca de la ventana, había Luigi, un anciano alto y delgado de unos setenta años. Más adelante había Lucia, una cincuentona vestida de color oscuro con una expresión triste. A la izquierda, al lado de la escalera que comunicaba la habitación con la planta baja, había Massimo, un hombre sobre los treinta años con la barba y el pelo rojo.






Enza se sentó al lado del visitante más joven y le preguntó con un marcado acento siciliano:






- ¿Ya es hora que abren?






- El horario de visita inicia dentro de veinte minutos. - contestó el hombre con frialdad, nauseado de la presencia horrorosa y maloliente de la jubilada.






- Por suerte el tren desde Turín era puntual. En Italia los trenes siempre tienen retraso. Y además son fétidos… ¿Usted quién tiene allí dentro?






- Mi padre.






- En cambio yo tengo mi nuera. Pobrecita, le ha venido una hemorragia y ha perdido a la niña que esperaba. Pero no es grave. La han puesto allí por precaución, pero dentro de alguna hora la llevarán a la división de ginecología… Yo le he rogado mucho a la Virgen para que hiciera ir todo bien, pero no me ha escuchado… Yo soy muy religiosa. Siempre le ruego a la Virgen… ¿No podía hacer morir a la madre de mi nuera, que es mala, en vez de mi nietita, que era una criatura inocente?... Quizás habría sido mejor si le hubiera rogado al Padre Pio… Pero a mí no me gusta tanto el Padre Pio. Una amiga mía, Nunzia, le ha traído a su hijo, que estaba muriendo de tumor. Él le ha puesto las manos sobre la cabeza al niño y ha dicho “Ándate a casa y estarás bien”. Después de dos semanas ha muerto. Los había ilusionado… ¿Usted le ruega al Padre Pio?






- Yo soy ateo. - puntualizó Massimo con afectación.






Enza se quedó por algún instante pasmada. Ya había sentido otras veces el término ateo, pero no se acordaba qué significaba.






- No he comprendido si le ruega o no.






- Ya que no creo en Dios tampoco creo en los santos… En todo caso estoy de acuerdo con usted. Considero al Padre Pio un charlatán y sus fieles una masa de ingenuos ignorantes. El Padre Pio es una de las manifestaciones más epatantes de un catolicismo supersticioso, retrógrado y obscurantista que desafortunadamente está muy difundido en Italia.






Enza no escuchó la respuesta de Massimo porque la expresión dolorida de Lucia había llamado su atención.






- ¡Qué cara aquella señora! Parece que está en un funeral. ¿Quién tiene allí dentro?






- Su esposo.






- Ya la he visto en alguna parte pero no me recuerdo dónde.






- La habrá visto en televisión. Es la esposa de Antonio Russo, el ex director de la cárcel. Su marido ha sufrido un infarto cuando la policía se ha presentado en su casa para detenerlo. Lo han acusado de abusos y maltratos contra los huéspedes del penal que dirigía.






- ¡Pero cuáles maltratos! Aquéllos son delincuentes. ¿Los debía tratar como si estuvieran en el Grand Hotel?






- La finalidad de la cárcel es la rehabilitación de los presos, no su vejación. En todo caso yo personalmente soy contrario a la cárcel.






- ¿Y adónde deben irse los delincuentes? ¿Libres por la calle?






- Existen métodos alternativos a la privación de la libertad individual. Los trabajos socialmente útiles, ante todo.






- Son mejores los trabajos forzados. Yo sólo creo en la prisión.






- Hasta ahora los métodos represivos siempre se han revelado contraproducentes a fin de una lucha eficaz contra la criminalidad.






- Ya los delincuentes se quedan poco en la cárcel, ¿tienen incluso que servirlos como a los pachás de Egipto?






- Tenemos ideas diferentes sobre este argumento y temo inconciliables.






Massimo estaba aún más disgustado por Enza después de haber visto su boca desdentada en acción durante la discusión que apenas habían tenido. Encontraba horripilantes sobre todo los pocos dientes quedados, cavados y ennegrecidos por la caries, esparcidos uno aquí y uno allá.






La jubilada observó de nuevo la esposa del director de la cárcel.






- Aquella señora tiene la cara de una que ha recibido palizas por toda la vida. Para mí su marido, como le daba palos a los presos de su prisión, le daba palos a ella también… En la televisión decía que antes de que lo detuvieran se mataría. Para mí era una bola… ¿Todavía está grave?






- No. Mañana por la mañana le darán de alta de la terapia intensiva y lo trasladarán a la cardiología. Apenas se haya restablecido del infarto lo trasladarán a la cárcel.






- ¡Qué va! Le darán la detención domiciliaria. En Italia ni si haces una masacre te vas a la cárcel. Los ladrones y los asesinos están en prisión dos días, luego los dejan salir.






Luigi se levantó para desentumecerse las piernas y se asomó a la ventana, aprovechando el hecho que daba la espalda a los otros visitantes para arreglarse la dentadura postiza que se le escapaba de las encías con el dedo índice. El escuálido patio del hospital seguramente no representaba una linda vista. En el centro descollaba una grúa con la carga ondeante en el vacío. En un lado había la entrada de la división de cirugía, un edificio verde claro construido en los años '80. En el otro lado una larga fila de automóviles aparcados costeaba una parcela de terreno baldío infestado por la maleza. En el fondo se veía el tráfico corredizo de una carretera de circunvalación.






El anciano dio algún otro paso por la habitación, acercándose a Enza y a Massimo. La mujer aprovechó para pegar la hebra con él. Por la expresión de su rostro le parecía más gentil y afable que Massimo.






- ¡Qué feo que es este lugar! Me da escalofríos.






- Y allí dentro es todavía peor… Aquélla es la antecámara… De los que están allí dentro pocos se salvan… Mi esposa también está desahuciada. Enterraré a ella también, como a las otras dos.






La jubilada abrió tanto ojo por el desconcierto.






- ¿Ha tenido otras dos esposas?






- He enviudado por primera vez a los cincuenta y ocho años. Mi primera esposa ha muerto de cáncer en los huesos. Después de tres años me he casado con una mujer de cuarenta años. Es más joven que yo de veinte años, moriré seguramente antes de ella, pensaba. En cambio, después de seis años de matrimonio, le ha venido un tumor en el estómago y después de muchos sufrimientos me ha dejado. Hace un año me he casado por tercera vez con una chica nigeriana de veinticinco años que tenía que ser el báculo de mi vejez. A mi muerte le darían mi pensión de viudez y estaría bien por el resto de su vida. Modestamente yo tengo una buena pensioncita. Era camionero y ganaba mucho… Un día, estaba en un bar, me llama por teléfono y dice: “Estoy muriendo, ayúdame!”. Le había venido una hemorragia interna… Los médicos dicen que no hay más esperanzas, pero no saben cuánto tiempo seguirá en aquellas condiciones. Se encuentra en un estado piadoso.






Luigi se conmovió y se le llenaron los ojos de lágrimas.






- ¡Disculpen!






El hombre se alejó para que los otros no lo vieran llorar y se secó las lágrimas con un pañuelo.






- ¡Pobrecito! ¡Qué pena me da! - exclamó Enza.






- Soy del parecer que sus tres esposas estén peor que él. - objetó Massimo.






- ¿Ha sentido? Aquel viejo se ha casado con una negra que podría ser su nieta. A los hombres les gustan las mujeres jóvenes. Y las extranjeras se casan con los viejos por el dinero… Mi hija Carmela se ha casado con un marroquí. Yo no quería que se casara con él. Le he dicho muchas veces: es un muerto de hambre, un musulmán, además, que tratan a las mujeres como esclavas. No te ama, sólo quiere la ciudadanía italiana, quiere instalarse aquí en Italia. Pero ella siempre hace lo que le da la gana. Es testaruda… Ahora tienen un hijo. ¡Qué lindo es mi nietito, Calogero! Mi yerno quería llamarlo Mustafà pero yo le he dicho no, Mustafà es un nombre árabe y además da asco. El niño debe tener un nombre italiano… Tiene diez meses y pesa veinte kilos. El pendejo del pediatra sigue diciéndole a mi hija que está demasiado gordo, pero no es verdad. Está bien así. Por suerte se parece a su mamá. Tiene la piel clara como mi hija. En cambio su padre es más oscuro. Es un negro claro, pero es siempre un negro.






- De como habla deduzco que no le inspiran simpatía las personas de color.






- A mí no me me gustan los inmigrantes, blancos, negros, amarillos, de todos los colores, si son extranjeros. Yo tengo cuatro hijos varones desocupados. Trabajan unos meses como albañiles, en negro, luego los despiden. Cuando van a la alcaldía a pedir ayuda les dicen "ándate al carajo!". A los inmigrantes en cambio el estado les da todo, y a nosotros italianos, que tenemos más derechos, no nos da nada. Las viviendas populares sólo las dan a ellos. Les dan los subsidios… Son todos delincuentes. Los hombres roban y venden la droga. Las mujeres trabajan como prostitutas… Nos traen las enfermedades. El Sida. La tuberculosis. La sífilis. La lepra. Vienen aquí para arruinarnos... Quieren mandar en nuestra casa y se ponen cabreados si protestas. Si los ves que mean en la calle y les dices algo gritan como unos locos… Yo siempre tengo miedo a que cuando vuelvo de la misa, por la tarde en la oscuridad, me salten encima y me violen.






- Me asombra que la que usa tonos tan intolerantes sea usted, que es a su vez una víctima del racismo. ¿Sabe que muchos norteños piensan que los sureños no tienen ganas de trabajar, no pagan los impuestos y son todos mafiosos?






- Lo sé. Y además nos llaman terroni. Pero nosotros somos italianos como ellos. Ésta es nuestra casa. Nosotros tenemos el derecho a estar aquí. Los extranjeros no tienen derechos. Tienen que irse.






- Los inmigrantes son indispensables para nuestro sistema económico pues desempeñan tareas que los italianos ya no aceptan. Cuidan a los ancianos, son albañiles en las empresas constructoras, recogen la fruta y la verdura en los campos.






- No es verdad que los italianos ya no quieren hacer ciertos trabajos. Los italianos querrían trabajar, pero los dueños no los contratan porque les conviene más contratar a los inmigrantes, a los que pagan poco y en negro y pues no tienen los papeles pueden despedirlos cuando quieren.






- Por lo tanto usted también reconoce que los inmigrantes en Italia son explotados.






Enza era inflexible.






- Tienen que volver a su casa.






- Usted desprecia todo lo que considera diferente. No me atrevo a imaginar como reaccionaría si descubriera que uno de sus hijos es homosexual.






- Yo aquella palabra ni la quiero sentir. En mi familia somos todos gente de bien.






- Así según usted los homosexuales no son personas de bien.






- El papa también dice que son enfermos y no pueden ser curas.






- Usted se muestra cristiana pero no respeta las enseñanzas de hermandad y solidaridad predicadas por Jesús. ¿No le parece una contradicción?






- A Jesús si viviera ahora no le gustaría ver que Italia está llena de musulmánes. Él era católico, no musulmán. Él combatía a los musulmánes. En cambio los políticos de la izquierda y la iglesia los defienden. Y los pendejos de los centros sociales hacen manifestaciones contra el racismo. ¡Qué se vayan a trabajar! Qué nunca han trabajado en su vida.






- Yo soy de izquierda y siempre he trabajado.






- ¿Y qué hace?






- Soy docente de historia en un secundario científico y autor de varios ensayos de sociología.






- ¡Un intelectual! - exclamó la jubilada con suficiencia - Yo nunca he leído un libro en mi vida.






- Lo sospechaba.






- A mí me gusta leer las revistas donde hay las fotos de los actores.






Luigi se les acercó de nuevo a Enza y a Massimo.






La mujer suspiró:






- ¡Ay! ¡La vida es extraña! Algunos viven hasta los cien años, otros mueren jóvenes.






- Tenemos todos una suerte colgada de un hilo sobre la cabeza.






- La espada de Dámocles. - especificó Massimo, haciendo quedar otra vez a Enza perpleja.






- ¿Qué espada?






- Dejamos correr. - capituló enseguida el enseñante. La educación de las masas constituía un noble fin revolucionario socialista pero en aquel caso era mejor atenerse a la sabiduría popular según la cual es inútil pedirle peras al olmo.






- ¿Pero de qué espada habla? - le preguntó la jubilada a Luigi, que se reveló a oscuras como ella del enigma.






- No lo sé. Serán cosas de cultura. Es un profesor… La mayoría de los enfermos que tienen en la terapia intensiva son como vegetales. Los ponen allí a la espera de la muerte. Yo nunca querría vivir conectado a una máquina por meses y meses. Preferiría que me desconectaran.






Massimo intervino para expresar su opinión.






- Es necesario que el parlamento aprueba lo más pronto posible una ley que garantizca el derecho de los ciudadanos a la autodeterminación en caso de graves patologías.






- Bastaría un poco de sentido común. Si los médicos ven que por uno no queda nada más que hacer, ¿por qué tenerlo en vida artificialmente por quién sabe cuánto tiempo? Por la noche deberían desconectar las máquinas y dejarlo morir en paz. Luego conectan de nuevo las máquinas y por la mañana dicen “Ha muerto”.






- La eutanasia tiene que ser reglamentada por una ley. No puede ser el individuo el que decide sobre su aplicación sin algún soporte normativo.






- El Vaticano no quiere ninguna ley sobre la eutanasia.






- La injerencia de las jerarquías católicas en las cuestiones políticas y sociales de nuestro país es intolerable.






Enza parecía indiferente a los discursos sobre la eutanasia de los otros dos visitantes, pero en realidad aquel argumento le había hecho volver a la mente los últimos días de vida de su madre Giuseppa. La mujer, enferma de cáncer de hígado, estaba convencida que los enfermeros, para no hacerlos más sufrir, mataban con una inyección a los enfermos terminales a escondidas de sus parientes y seguía repitiéndole, estrechándole la mano con las pocas fuerzas que le habían quedado:






- No te vayas si no me ponen la inyección.






El recuerdo de la madre moribunda aterrorizado por la inyección provocó en Enza un sentido de angustia que se volvió cada vez más fuerte hasta que, para desecharlo, la jubilada se levantó de la silla y pronunció una frase que Massimo y Luigi tomaron por una manifestación de insensibilidad:






- Voy al baño.






Mientras se encaminaba a lo largo de un pasillo al final del que se encontraban los baños el anciano comentó:






- ¡Qué tipo!... Cuando ha entrado ha apestado el aire.






- Tiene encima un olor a sudor que da náusea.






- Por suerte no se ha sentado cerca de mí.






- Aquella mujer me irrita. No logro tolerar su religiosidad grotescamente distorsionada, su racismo tosco y complacido.






- Es una sureña.






- No importa el lugar en que se ha nacido. Es una cuestión de educación.






- Antes se quejaba que las viviendas populares sólo las dan a los extranjeros. ¿Qué deberíamos decir entonces nosotros del norte? Las viviendas populares las han construido con nuestro dinero, pero nunca nos las han dado porque en los escalafones siempre eran los primeros los sureños. Tenían tantos hijos, ganaban poco, las esposas no trabajaban porque debían estar en la casa y ser esclavas. Ahora son los sureños los que se quejan porque las viviendas populares sólo las dan a los inmigrantes, que son como ellos cuando han venido aquí. Y nosotros del norte siempre quedamos jodidos... Los terroni no sabían qué era el jabón. Nosotros hemos tenido que civilizarlos. ¿Se da cuenta?






- Aquélla ni ahora sabe qué es el jabón.






Enza volvió a la sala de espera sentándose sobre la misma silla en la que se había sentado antes y reveló un detalle que aumentó ulteriormente el horror de Massimo:






- En el baño no había el papel higiénico.






Luigi emitió un suspiro de desaliento y negó con la cabeza.






- Con estos cortes a la sanidad en los hospitales es un desastre.






- En aquella transmisión que hacen pronto por la mañana, donde la gente llama por teléfono, han dicho que los clandestinos pueden ir al hospital público y no tienen que pagar nada. No pagan los impuestos, no pagan el ticket y los curan gratuitamente. Luego no hay más dinero para los italianos.






Massimo se enfadó.






- ¿Qué preferiría? ¿Qué a los clandestinos fuera negada la atención médica? En Italia el derecho de cada ciudadano a la salud es sancionado por la constitución.






- ¡Qué se vayan a su país a hacerse curar! Aquí ya estamos demasiados. Ya hay muchos pobres entre los italianos. Nosotros no podemos ayudarlos.






- Si del sistema sanitario se eliminaran todos los derroches, las ineficiencias y los robos habrían recursos para todos, italianos e inmigrantes.






- Yo soy la primera en decir que a los ladrones y a los holgazanos los deben despedir. Pero a los clandestinos tienen que mandarlos a todos a su país a patadas en el culo.






Massimo ya no logró aguantar la vecindad de Enza y se dirigió hacia la ventana, fingiendo mirar el panorama.






La jubilada comenzó a criticarlo, sin preocuparse de bajar el tono de la voz.






- Aquéllo no me gusta. Habla difícil. Yo tantas palabras que dice no las comprendo. Me mira con asco y se cree que es superior porque es un profesor de la escuela y escribe libros de psicología. !Con aquella barba asquerosa que tiene! Que para mí hay unas bestias dentro.






- Es un comunista. Se asemeja a Fidel Castro de joven.






- ¿Y quién es? Yo no lo conozco.






- Un político de Sudamérica. Uno que ha hecho la revolución. Ahora es viejo.






- ¿Es pariente de Veronica Castro, aquella actriz que actuaba en la telenovela “Los ricos también lloran”?






- Creo que no.






- Yo sólo conozco a aquél al que le ponen su cara de culo en las camisetas, en los carteles, por todas partes, aquellos de la izquierda.






- Che Guevara.






- Sí. Aquéllo. Al que lo hacen pasar por un héroe y luego he sabido que tenía cinco hijos y los ha abandonado para ir a hacer la guerra en África. Ayudaba a los negros y sus hijos le daban un bledo, a aquel pendejo.






- Sinceramente ni sabía que Che Guevara estaba casado.






- Para mí el que abandona a sus hijos es un bastardo. Antes vienen los hijos después todo el resto… Che Guevaro era feo, pero el profesor todavía más. A mí no me gustan los hombres con el pelo rojo. Yo soy viuda desde hace diez años, pero antes de juntarme con uno así estoy sola.






Massimo, que había escuchado las palabras de Enza, rumió entre sí:






- Aquel loro mugriento no quiere juntarse conmigo. ¡Me he salvado!... ¡No sabe quién es Fidel Castro!... ¡Vuelve al colegio, viejaza ignorante! ¡Che Guevaro!






Las manecillas de un viejo reloj redondo colgado en una pared de la habitación marcaron las trece en punto. La puerta de la división se abrió. Enza, Massimo, Luigi y Lucia superaron el umbral en fila uno tras el otro. Cinco minutos después, entre las paredes de la terapia intensiva retumbó un disparo.






Enza, Massimo y Luigi miraron trastornados a Lucia, que empuñaba una pistola en una mano. Al lado de la mujer Antonio Russo, el ex director de la cárcel, yacía inmóvil en su cama. Sobre la sábana que lo cubría se había dibujado una mancha roja que se ampliaba cada vez más.






- ¡Virgen Santa! ¡Le ha disparado! - gritó la jubilada.






- Antonio siempre repetía que antes que acabar en prisión prefería morir. - se justificó Lucia con voz firme.






- Yo soy cardiópata. Podría venirme un infarto. - se preocupó Enza - Siento el corazón que late fuerte fuerte. Tengo que tomar las gotas de Sanasse si no me muero.






- Trate de calmarse. - le aconsejó Luigi.






- Para mí aquélla lo ha matado porque estaba harta de recibir palizas. Ahora se hará pasar por incapaz, luego en el juicio se hará absolver y así se ha liberado de aquel cabrón.






- Para mí también es así.






- Amaba tanto a su compañero que lo ha matado con tal que ahorrarle el sufrimiento de ir a la cárcel. - dijo Massimo.






- Pero no se iría a la cárcel. Fuera del hospital le concederían enseguida la detención domiciliaria porque estaba enfermo. Luego, antes que se hiciera el juicio, pasarían los años, a lo mejor la izquierda daría la aministía y todo se prescribiría.






- No. - rebatió el enseñante. - Ha sido una verdadera eutanasia. Una dulce muerte, para interrumpir una existencia no más digna de ser vivida… Russo había manifestado varias veces la intención de suicidarse si hubiera sido detenido. Su esposa ha respetado su voluntad.






- Yo no creo que sea así. - dijo Luigi.






Enza disuadió al anciano de intentar hacer razonar a Massimo.






- Es inútil tratar de explicarle las cosas. Es un intelectual. No entiende un carajo.






Un enfermero abrió una puerta que daba acceso a otra división, luego empujó la cama de Antonio más allá de la puerta y cerró la puerta a sus espaldas. Enza, Massimo y Luigi asistieron a la escena pasmados. Lucia se quedó impasible.






Sobre los vidrios de la entrada de la división a la que había sido llevado Antonio estaba escrito en grandes letras negras: "Cámaras Mortuorias".






El epílogo de aquel trágico acontecimiento ahora sólo Lucia lo conocía.






Exactamente un mes atrás, era una tarde de fines de otoño, su esposo, en su escritorio, estaba repitiendo en voz alta el discurso que había compuesto durante la tarde. Desde la cocina ella escuchaba sus palabras, recalcadas con tono arrogante.






- No tengo ninguna intención de pagar por culpas que no me pertenecen… Unos magistrados facciosos han querido someterme a una encuesta, sobre la base de acusaciones sin fundamento, para contentar un partido político que desde hace años intenta de todas las maneras obstaculizar mi compromiso a favor de una reforma del sistema carcelero italiano.






A aquel punto Antonio se había interrumpido.






- ¡No! No va bien. Tengo que ser más decidido, más convincente.






Luego había repetido desde un principio su discurso, con tono aún más arrogante.






- No tengo ninguna intención de pagar por culpas que no me pertenecen… Unos magistrados facciosos han querido someterme a una encuesta, sobre la base de acusaciones sin fundamento, para contentar un partido político que desde hace años intenta de todas las maneras obstaculizar mi compromiso a favor de una reforma del sistema carcelero italiano… Como ya he sostenido varias veces, el día en que aquellos jueces adopten medidas que limiten mi libertad personal, pondré fin a mi vida sin alguna indecisión… Prefiero la muerte a la infamia de una detención injusta.






Cuando el asado de pavo había terminado de cocer ella había ido a avisar a su esposo:






- La cena está lista.






Antonio había replicado fastidiado:






- ¡No me rompes las pelotas! ¿No ves que estoy ocupado?






- La carne se enfría.






- ¿Dónde carajo está el problema? Cuando haya terminado la recalientas.






- Como quieres.






Ella se había sentido humillada, como le ocurría a menudo ya desde el primer año de matrimonio, y había salido con un aire sumiso.






- ¡Imbécil! - había exclamado su esposo antes de volver a recitar su discurso.






Pocos instantes después de que el hombre hubo pronunciado la frase conclusiva "Prefiero la muerte a la infamia de una detención injusta", ambos habían percibido el aullido lejano de una sirena.






Antonio había exclamado:






- ¡La policía!






Luego había emitido un gemido de dolor y se había comprimido el pecho a la altura del corazón con una mano. Sucesivamente se había desplomado en una silla y había gritado:






- ¡Lucia! ¡Lucia!






Ella había corrido al escritorio.






- ¡Estoy mal! ¡Llama a la ambulancia! ¡Pronto!






La sirena se volvía cada vez más fuerte. Ella había quedado parada, como embobada, mientras su esposo repetía con voz cada vez más flébil:






- ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!






Al improviso el aullido de la sirena había cesado. Después de algún instante había oído el timbre de la puerta de entrada tocar. Y se le había escapado con rabia:






- ¡Mierda! Ya han llegado.
















UNA LINDA AMISTAD






Para Margherita Biondi aquéllo era su primer año en las termas de la ciudad de Acqui.






Tenía que someterse a una serie de tratamientos para aliviar los síntomas de la artrosis cervical de la que sufría desde hace tiempo.






Margherita, casada desde hace quince años con Vittorio, tenía cuarenta y cinco años y era la propietaria y directora de un centro estético.






El mismo día de su llegada a Acqui en el balneario en el que hacía las terapias conoció a Franco, un empleado de un banco de cincuenta y tres años, que estaba alojado en un hotel poco lejano del suyo.






Por una semana Margherita y Franco transcurrieron juntos su tiempo libre. Fueron al cine, al boliche, a la pizzería, a dar paseos.






Ella se sentía cómoda en compañía del hombre y no encontraba nada malo en su relación. Se trataba de una linda amistad y nada más.






No tenía ninguna intención de traicionar a su marido con él.






Dos tardes antes de que la estancia de Margherita en las termas terminara, Franco invitó a la mujer a dar una vuelta con el carro en las colinas, donde el aire era más fresco.






Ya que en ese último período de junio en la ciudad hacía mucho calor, ella aceptó de buen grado.






Después de alrededor de media hora de viaje Franco embocó una senda lateral, recorrió un centenar de metros, paró el auto y suspiró:






- Dentro de dos días vuelves a tu casa y no nos veremos más.






Margherita se preocupó por la desviación inesperada y por las palabras del hombre.






- Podemos seguir sintiéndonos por teléfono.






- No me basta sentirnos de vez en cuando por teléfono… No quiero perderte.






- Yo estoy casada, lo sabes.






- Tu marido ahora está lejos… Tú me gustas. Te deseo.






- No, por favor, no hables así. Creía que entre nos dos sólo había una linda amistad.






- Yo no quiero ser tu amigo. - dijo Franco con una expresión aviesa y mala - Tenemos que hacer algo antes de que tú partas.






- Es mejor que volvemos al hotel.






- ¡No! - exclamó él rabioso.






Asustada, Margherita miró fuera de la ventanilla, esperando en vano que en los alrededores hubiera alguien.






- Llévame al hotel, te ruego. - suplicó.






- ¿Qué haces? ¿Lloriqueas como una tonta? Eres una imbécil. Una maldita estúpida pendeja retrasada idiota.






Su sonrisa torva y al mismo tiempo divertida demostraba que Franco sentía un placer sádico al humillarla verbalmente.






Margherita se dejó llevar por el pánico. Tenía la sensación de encontrarse en una trampa sin salida.






De repente Franco empezó a arrancarle los vestidos. Para vencer sus resistencias la golpeó con cachetadas y puñetazos en pleno rostro.






La mujer recurrió a todas sus fuerzas para defenderse y logró abrir la puerta y tirarse fuera del carro.






Corrió lejos, entre las plantas y los matorrales, con el terror a que Franco la siguiera y la alcanzara.






En la riña había perdido los zapatos.






Quebrantada, temblorosa y dolorida llegó a una plazoleta, donde vio a un chico y una chica al lado de un auto, admirando el paisaje.






Margherita se acercó a la pareja y tuvo que confesar que había sido pegada por un malintencionado que quería violarla.






Los dos novios la hicieron subir al carro y la recondujeron a Acqui, aconsejándole presentar una denuncia contra su agresor. Pero ella no tenía el alma de poner pública su horrible experiencia. Y sobre todo prefería que su marido no viniera a conocimiento de ella.






Durante el trayecto Margherita reflexionó sobre lo que había ocurrido.






Quizás la frustración por no poder tener una relación sexual lo había puesto violento y maleducado, pero era más probable que en realidad Franco siempre hubiera tenido un carácter propenso a la violencia y a la prevaricación, y hubiera fingido ser apacible y amable para conquistarla. Cuando se había dado cuenta que no estaba dispuesta a tener una relación extraconyugal, la había llevado a un lugar aislado para poder abusar de ella sin ser molestado por nadie.






No era la única mujer que se había equivocado al juzgar a un hombre.






Algunas amigas y clientes suyas le habían contado sus experiencias con individuos que en un principio parecían los princípes encantados de los cuentos de hadas y más tarde habían manifestado personalidades de truculentos dictadores africanos.






Margherita se avergonzaba a entrar en el hotel descalza, con la ropa desgarrada y la cara hinchada por la paliza recibida.






Los dos chicos le pidieron al propietario del hotel que la hiciera pasar por una puerta secundaria, para que los demás huéspedes no la notaran.






Sin levantar los ojos Margherita utilizó una entrada que daba a una escalera de servicio y alcanzó velozmente su habitación.






Quería olvidar lo antes posible la mala velada en las colinas.






Decidió que por todo el día siguiente no saldría del hotel, para evitar encontrar a Franco.






Pronto volvería a su casa, con su familia. Volvería a trabajar en su salón de belleza y con sus clientes comentaría que la amistad entre un hombre y una mujer no puede existir, porque los hombres con las mujeres sólo quieren tener sexo y si no alcanzan su objetivo reaccionan de manera feroz.






Margherita pensó en una explicación convincente para justificar con su marido los moretones y los hematomas que le recubrían el rostro y los brazos.






Luego llamó el número de Vittorio y comenzó:






- ¿Sabes qué me ha sucedido hoy? He caído por la escalera. Tengo toda la cara destrozada.
















LA VISITA











Si bien era el 29 de octubre, sobre la ciudad de Pavía flotaba una atmósfera lúgubre e invernal.






El cielo parecía pintado de gris, uno de los grises más oscuros y agobiantes que nunca se le hubieras ocurrido ver, y Piero había visto tantos cielos plomizos en el curso de su existencia en la Llanura Padana.






Eran las cuatro de la tarde cuando Piero Ferraris, empleado municipal próximo a la jubilación, pasó el antiguo portón de madera entallado de la casa de reposo en la que estaba ingresada su tía Gabriella.






El vetusto edificio dieciochesco, de propiedad de la iglesia católica, hospedaba un centenar de mujeres ancianas, cuidadas por pocas monjas entradas en años y por jóvenes sirvientas inmigrantes.






Piero atravesó el pequeño jardín enfrente de la entrada principal bajo la mirada amenazadora de un grupo de cornejas que estaban posadas, inmóviles y silenciosas, sobre una tapia recubierta de enredaderas.






Para llegar al cuarto de la tía Gabriella se tenía que recorrer tres largos pasillos con paredes desnudas con pequeños plafones que irradiaban una luz tenue. Unos lugares parecidos a las catacumbas.






Las monjas eran contrarias al derroche de energía eléctrica.






Durante el trayecto Piero se paró en el umbral de un pequeño living decorado con viejos muebles de estilos diferentes, ello también escasamente iluminado, y saludó a las ingresadas presentes, una decena, sin provocar en ellas ningún señal de vida.






Su tía lo estaba esperando con ansiedad.






- ¿Me has traído algo? ¿Galletas? ¿Caramelos?






- No, tía. Sabes que no puedo traerte comida. Está contra el reglamento.






- Pero aquí me dan poco para comer y todas porquerías.






- Las personas ancianas tienen que comer poco, sobre todo si siempre están en la cama como tú.






- Pero yo tengo hambre… La próxima vez que vengas tráigame esas galletas que se llaman Delicias, con el chocolate y las peras. Las voy a esconder en el fondo del cajón de la mesilla de noche.






- Si las monjas lo descubren se enfadan.






- Qué me importa si se enfadan. Yo tengo hambre.






- La próxima vez que venga te voy a traer dos o tres galletas y te las va a comer enseguida sin hacerte ver.






- No dos o tres. Una caja.






- No exageremos.






La tía Gabriella, de ochenta y ocho años, era alta, delgada y todavía vivaz, a pesar de que ya no estaba capaz de caminar a causa de la fractura de un fémur.






Su compañera de habitación estaba obesa y recubierta de manchas seniles. Tenía la mirada vítrea, no hablaba nunca y movía de continuo la boca sin dientes como si estuviera masticando algo.






Aquel día le hacía compañía su hijo, un tipo logorroico y curioso que sabía todo de todos.






- ¿Piero, me haces un favor?






- Claro, tía.






- Cámbiame el pañal.






- Hay las sirvientas para esto.






- No lo hacen bien. Cámbiame tú el pañal.






- Pagas 2.100 euros al mes para estar aquí. No es justo que sean tus parientes los que proveen a tu higiene. Tiene que hacerlo el personal del instituto.






Piero se asomó al pasillo, precisamente en el momento en que estaba pasando una joven monja de tez oscura, la única con menos de sesenta años.






- ¡Hermana! ¡Necesito de usted! - la llamó.






La religiosa siguió derecho mirando fijo delante de sí.






Piero pensó que padecía una disminución de la audición, pero el hijo de la anciana apática lo puso al corriente de otra realidad.






- Finge no sentir. Es una indiana. La descargan de un sitio a otro porque no tiene ganas de hacer nada. Antes estaba en un colegio para niños en Turín, luego han logrado encajarsela a esta casa de reposo… No tiene la vocación. Se ha vuelto monja porque en su país se moría de hambre.






Muy a su pesar Piero, que tenía un fuerte sentido del deber, satisfizo el pedido de su tía y le cambió el pañal, esforzándose para no pensar en lo que estaba haciendo.






A la monja indiana no le gustaba su trabajo. Para Piero, en cambio, el trabajo representaba una razón de vida. No tenía otros intereses o pasatiempos que pudieran llenar sus días. Además en casa no se sentía a gusto, porque no se llevaba bien con su esposa.






Desafortunadamente al cumplimiento de los sesenta y cinco años, una fecha a la que faltaban once meses, tendría que dejar definitivamente su empleo y esto lo angustiaba.






Sus colegas la tenían tomada con los políticos que proponían posponer la edad de acceso a la jubilación. En cambio él habría deseado tener la posibilidad de trabajar hasta el día de su muerte, aunque en su oficina tanto los subordinados como los superiores lo toleraban a duras penas, fastidiados por su carácter meticuloso y responsable. Últimamente su fastidio hacia él rayaba hasta con la hostilidad y tenía la impresión que no veían la hora que se fuera.






A través de los vidrios de una ventana con las rejas que daba a la calle Piero divisó a una colega suya cuarentona, siempre nerviosa e irritable, que a menudo lo criticaba y le hacía hacer un mal papel delante de todos.






- Mi cuñada habita en el mismo piso de aquella señora que apenas ha pasado y siente todo lo que sucede en su departamento. ¡Me ha contado unas cosas! - dijo el hijo de la vecina de cama de la tía con los ojos que le brillaban y una sonrisa de oreja a oreja.






El hombre le desveló a Piero secretos turbios e increíbles de una existencia al parecer irreprensible.






- Su esposo la obligaba a hacer intercambios de pareja, pero ella no estaba de acuerdo, lo hacía para contentarlo, para no tener que separarse.






- Franco y Lina también hacen intercambios de pareja.






- ¡Tía! ¿Pero qué dices? ¡Tienen noventa años! - exclamó Piero.






- Es verdad. Una vez Rosanna me ha dicho que ella y Humberto habían ido a su casa para tomar un café y Franco les ha propuesto irse a la cama todos juntos. Entonces ella se ha enfadado y le ha dicho “Si lo repites te voy a tirar encima el café hirviendo. Te voy a desfigurar la cara. ¡Cerdo!”.






- Son cosas de hace medio siglo.






El hijo de la vecina recomenzó con sus escandalosas revelaciones.






- Ahora ha descubierto que su esposo tiene una amante fija y quiere dejarlo. Se pelean a cada hora del día y de la noche y gritan tan fuerte que hacen temblar los muros del edificio. Es una lucha a muerte para dividir el dinero.






Piero reflexionó:






- En la oficina se la agarra conmigo porque su esposo es un depravado. ¿Pero qué culpa tengo yo?






Luego comentó en voz alta:






- Todos tenemos nuestros problemas.






- ¡Ay, yo sé algo! Tengo una uña encarnada en el pie que me hace sufrir las penas del infierno. Esta mañana he chocado contra una pata de la mesa y he visto las estrellas.






- Yo también estoy lleno de achaques.






- Hay también quien se los busca los problemas. Un amigo mío que tiene la panaderia “El hornero” en la avenida Boccaccio número treinta y cinco se ha sentido mal después de haber tomado aquella píldora contra la impotencia. Se me escapa el nombre.






- Viagra.






- Sí. Viagra.






Piero se tuvo que chupar una montaña de chismes, sobre todo sexuales, algunos según él tan absurdos que parecían inventados.






Entre las otras cosas se enteró de que al farmacéutico de la avenida Francia, durante la fiesta de casamiento de una sobrina, había caído al suelo la dentadura postiza frente a 195 personas.






La señora Biondi, en cambio, había encontrado una avispa muerta en un paquete de arvejas congeladas.






Piero fue golpeado sobre todo por las desgracias de un viejito grácil y menudo que pedía limosna delante del supermercado en que él y su esposa habitualmente iban a la compra. Siempre lo veía, el sábado por la tarde, avanzando con pequeños pasos de sus piernas tambaleantes entre los autos y los carritos, suplicando insistentemente a los clientes con voz flébil:






- Dáme algo. ¡Por favor! ¿Por qué no me das nada? ¡Te ruego!






- Era un comerciante, riquísimo. Tenía tres tiendas y decenas de departamentos. Cuando ha enviudado sus hijos han contratado a una mujer extranjera para que lo cuidara. En pocos meses la cuidadora lo ha embaucado y ha logrado casarse con él. Después de que le ha llevado todo el dinero y ha registrado a su nombre todos sus departamentos le ha dicho "Yo soy hermosa y joven mientras tú eres feo y viejo. Me das asco. Estoy harta de ti. No te quiero más en mi vida. Ahora esta casa es mía por lo tanto ándate. Toma tus trapos y lárgate de aquí." Y él le ha preguntado "¿Pero adónde puedo ir? Te he dado todo lo que tenía. ¿Cómo pago otra casa?" Y ella le ha contestado "Toma unos pedazos de cartón cerca de los contenedores de la basura y constrúyete una choza." Sus hijos le han dicho “Has despilfarrado todo tu dinero con aquella puta y ahora que no te ha quedado nada quieres que nosotros te mantenemos? ¡Arréglatelas!". También ha intentado suicidarseo lanzándose desde el balcón, pero se ha salvado porque ha quedado encajado entre las cuerdas para tender la ropa del balcón debajo del suyo. Entonces la alcaldía le ha dado un pequeño departamento de treinta metros cuadrados en una vivienda popular y le manda una asistente domiciliaria por dos horas una vez a la semana. Luego también le traen la comida gratis todos los días y también le dan los pañales gratis.






Y así el viejito del supermercado se había hecho engatusar por una de las tantas inmigradas famélicas de dinero que arreciaban desde algunas décadas en el país, a la caza de hombres italianos pudientes y tontos para desplumar.






- ¿Ha sabido qué le ha ocurrido al quiosquero de la calle Leopardi? Un día, mientras charlaba con un amigo en la acera, se ha apoyado al seto del patio de un chalé. Dentro del patio había un perro, un pastor alemán enorme, que ha puesto el morro entre las ramas del seto y lo ha mordido. ¡Adivine adónde!






De repente del cuarto al lado provinieron unos gritos.






- ¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre!






La tía Gabriella explicó:






- Es aquella señora que tenía la perfumería en la calle De Gasperi. Todas las tardes a esta hora empieza a gritar "Tengo hambre" y no para más hasta que no le dan la cena. Es prepotente… De joven tenía tres amantes a la vez. Era rica y se lo podía permitir. Me lo ha dicho Stella. Y su marido sabía todo y no decía nada, porque era un débil, un pobre imbécil… ¿Esta vez también no me crees?






- Es posible todo en este mundo. - admitió Piero desconsolado, preguntándose si su esposa también lo había traicionado, quizás con varios hombres al mismo tiempo, o con otras mujeres.






Cuatro ancianas entraron en grupo en la habitación, anunciando:






- Nosotros vamos.






- ¿Van a comer en el living? - les preguntó Piero.






- No, vamos a comer en el Splendor. - contestó aquélla menos chocha, que tenía entre sus brazos un muñeco - Mi mamá también viene.






El Splendor era una sala de cine cerrada desde hace veinticinco años. Durante la adolescencia y la juventud, en los años '60, Piero a menudo la frecuentaba. ¡Qué lindos tiempos eran aquéllos! La gente se entretenía con poco, había más sencillez y serenidad y menos violencia y neurosis.






A las seis y cuarto una chica corpulenta con el acento ruso trajo la cena, que consistía en un plato de sopa, un pedacito de queso y una pequeña manzana.






Las monjas consideraban la frugalidad una virtud.






La vecina de la tía fue dada de comer por su hijo, que se quejó:






- Si no lo hago yo no lo hace nadie. A las sirvientas se le da un bledo, y a las monjas mucho más. Con todo lo que pagamos para tenerlas aquí. Se aprovechan porque tenemos necesitad. Sólo les interesa el dinero. Son falsas, mentirosas, malas. Son amables y sonrientes sólo cuando hay los parientes. Ellas se atracan y a nuestras viejitas les dan las sobras.






Piero no entendía porque aquel hombre se obstinaba en tener en vida a un ser que no se daba más cuenta que existía, una especie de vegetal.






Él nunca habría querido encontrarse en condiciones parecidas: atrapado en una monstruosa estatua de carne sin conciencia. Y tampoco quería acabar en una casa de reposo. Pero su único hijo y su nuera seguramente no lo tendrían en su casa, si una enfermedad o la vejez lo hubieran vuelto no más autosuficiente.






Pronto sería obligado a jubilarse y luego quizás, si la suerte no hubiera sido tan benigna hasta hacerlo reventar antes, después de algún año lo ingresarían en un tétrico instituto como aquéllo en que estaba huésped su tía. Él también se transformaría en un muñeco abúlico, una momia, una cariátide.






Hasta ahora la muerte sólo lo había rozado. Había agarrado a uno tras otro, incesantemente, muchos de sus parientes y amigos, a veces sin ni dejarles el tiempo para decir: “No lo acepto. Quiero seguir viviendo”. En cambio él nunca había tenido graves problemas de salud, sólo una larga sarta de irritantes molestias: úlcera, gastritis, colitis, sinusitis, otitis, prostatitis, piorrea, alergias varias, hemorroides, artrosis cervical.






Y la longevidad era una característica de los miembros de su familia de origen.






Antes de que Piero se fuera su tía Gabriella le recordó que debía traerle las galletas Delicias, con el chocolate y las peras, la próxima vez que iba a visitarla.






Fuera de la casa de reposo había caído la oscuridad, desgarrada por las luces amarillas de las farolas, y hacía frío.






Solo en la calle desierta Piero murmuró:






- ¡Qué Dios me la depare buena!
















UNA TARDE DE TANTOS AÑOS ATRÁS











Patrizia Serra tenía cuarenta años apenas cumplidos, un empleo como docente en un secundario y un marido y dos hijos varones de nueve y siete años. Sus días siempre eran frenéticos y abrumados de compromisos: la familia, la casa, el colegio, la compra, el esteticista, el gimnasio, las vacaciones.






Una oscura tarde del primero de marzo, mientras caminaba por una calle del centro de la ciudad de Novara, vio un corrillo de personas paradas en la acera. Una mujer del grupo, con la expresión bastante irritada, miró para arriba, hacia el quinto piso de un gran inmueble señorial, y gritó:






- ¡Bastardos asquerosos! ¡Pedazos de mierda!






- ¿Qué ha sucedido? - preguntó Patrizia.






- Unos niños le han echado unos gusanos a la cabeza por la ventana. - explicó un hombre al que a menudo veía sentado a las mesas de un bar cerca de su bufete, un individuo al que consideraba un vago y que suscitaba su más profundo desprecio. El mismo desprecio que sentía hacia todos los que estaban en los bares durante el horario de trabajo, para los cuales no encontraba otras definiciones que holgazanes, vagos, ociosos, azotacalles, ablandahigos, vagabundos, indolentes, flojos, perezosos, poltrones, tumbones.






Patrizia comentó que los niños que habían hecho aquella estúpida broma debían ser castigados severamente y que sus padres habían fracasado en su papel de educadores. Aquel episodio la había puesto de mal humor, quizás porque tomaba todo muy en serio y detestaba las bromas. Pero también le hizo venir a la memoria el recuerdo de un día de tantos años atrás.






Le aparecieron nítidas las imágenes de ella niña, en los años '70, y de una tarde que había transcurrido junto a sus amigos Isabella, Stefania y Doriano, que habitaban en su mismo edificio. Era verano, junio o julio, las escuelas estaban cerradas y su barrio de gente acomodada estaba inmerso en una atmósfera soñolienta. También el cielo azul sin nubes parecía inmóvil, sólo de vez en cuando sobre ello se dibujaba una estela blanca dejada por algún avión directo quién sabe dónde.






En aquella época, que le parecía remota aunque sólo habían pasado treinta años, las ciudades italianas todavía no estaban completamente invadidas por autovehículos de cada tipo y los niños podían jugar tranquilamente por las calles sin el peligro de ser arrollados por un coche.






Era otro mundo, otra manera de vivir. Desde entonces Novara se había extendido, nuevas construcciones habían ampliado la periferia y cambiado el panorama constructor ciudadano.






Ella también había cambiado. De pequeña tenía el pelo rubio y largo. Ahora en cambio lo tenía castaño y corto. No se lo había teñido. Se le había oscurecido naturalmente.






Aquella tarde lejos en el tiempo ella y sus tres amigos antes habían hecho unas bromas telefónicas. Marcaban un número al azar y cuando alguien contestaba lo cubrían de insultos y ruidazos.






Las bromas por teléfono, no pudiendo ver la cara de sus víctimas, no los divertían mucho. Por lo tanto se habían cansado pronto y habían optado por la broma de los timbres, mucho más gratificadora, que consistía en pulsar uno o más timbres al mismo tiempo y escapar.






Por alrededor de una hora habían tocado los timbres de varios condominios de la vecindad, habían corrido a más no poder riendo a carcajadas, se habían sentido felices.






Por último, en la tarde avanzada, se habían entregado a su broma preferida en absoluto, la broma de la jeringa.






Habían ido al departamento de Stefania, situado en el primer piso, se habían armado de los instrumentos necesarios, unas jeringas sin aguja y un recipiente lleno de agua, y se habían asomado a una ventana del dormitorio, que daba a la calle. Poco después delante de la ventana habían pasado unas chicas en ciclomotor. Con sus jeringas las habían golpeado con salpicaduras de agua.






- Mierda! - había exclamado una joven del grupo.






Las chicas habían continuado su carrera gritando otras palabrotas.






Luego habían mojado a un hombre de mediana edad en bicicleta, que se había parado y había anotado alguna palabra en una libreta, provocando en ellos cierto temor disimulado por arrogancia.






- No pueden hacernos nada.






Había habido otras víctimas, de diferentes tipologías.






La última víctima había sido una setentona que a menudo iba a visitar a una inquilina del edificio, una tía suya casi centenaria.






Esta inquilina, que viviría hasta los cien años y siete meses, los odiaba porque cuando jugaban en el patio hacían bulla y la molestaban. Además la atormentaban con crueles mofas.






Su anciana sobrina había preguntado, asustada:






- ¿Qué me habéis tirado a la cabeza?






Y ella, la Patricia niña que de adulta se convertiría en una rígida y austera profesora, la había tranquilizado:






- No se preocupe, señora, sólo es una meada.
















EN MEDIO DE LOS ARROZALES











Después de haber caminado velozmente por un cuarto de hora bajo el sol ardiente, Rita Sironi llegó a la estación ferroviaria de Vercelli y subió al tren de las 13 y 21 con destino a Turín.






Era pleno verano, el 31 de julio, y en el vagón medio vacío en el cual tomó asiento hacía un calor insoportable.






El aire que entraba por las ventanillas bajadas molestaba a Rita, bañada en sudor. La corriente habría podido hacerle venir un resfriado, o peor la gripe, y ella no se podía permitir enfermarse. Tenía demasiados compromisos, demasiadas cosas para hacer.






Rita estaba yendo a la casa de su hijo Michele, casado y padre a su vez de tres hijos.






Michele gastaba mucho y nunca tenía dinero. Además de apoyarlo económicamente, cotidianamente Rita iba a su casa a hacer las limpiezas, de lo contrario su nuera, a la que ella odiaba, habría obligado a él a limpiar.






Rita estaba bastante preocupada porque el día antes Michele y su familia se habían trasladado a un pequeño pueblo de la provincia de Vercelli. De ahora en adelante tendría que tomar el tren para ir a su casa, y esto la cansaría mucho.






Rita tenía una hija también, Silvia, pero no la quería tan cuanto quería al varón. Nunca le regalaba dinero, ni la ayudaba en las tareas domésticas.






Silvia había dado a luz desde hace poco una niña con síndrome de Down, hacia la que Rita sólo sentía repulsión.






La mujer había acogido el nacimiento de la pequeña con vergüenza y desesperación.






- !También una nieta mongólica me debía tocar! Ya he tenido tantas desgracias. ¿Por qué el Señor me ha mandado ésta también?






Aquélla de Rita había sido y todavía era una existencia cuajada de sacrificios y renuncias, siempre cuidando a alguien: a sus hermanos y hermanas, a su esposo, a sus hijos, a sus padres, a sus suegros, a sus nietos.






Se había jubilado en cuanto había podido, dejando su empleo en una industria alimentaria, para poderse consagrar totalmente al cuidado de su familia.






Nunca se concedía una diversión y nunca iba de vacación, por falta de tiempo y sobre todo de dinero, ya que ella y su esposo usaban la mayor parte de sus dos pensiones para satisfacer las necesidades de Michele.






Después de muchos años transcurridos a completa disposición de los demás estaba cansada y harta, pero el sentido del deber le impedía ceder.






- ¿Si no lo hago yo quién lo hace? - repetía a sí misma para espolearse a seguir adelante.






Rita tenía problemas de salud. Padecía de varices y artrosis. Además, en el último mes había empezado a advertir cada vez más frecuentemente dolores en el pecho y una sensación de agotamiento y de jadeo. En aquel momento también estaba exhausta y respiraba con dificultad. Pero no tenía tiempo para hacerse visitar por un médico.






Mientras el tren avanzaba entre los campos de arroz que rodeaban la ciudad de Vercelli, Rita cerró los ojos y se adormiló, con el pensamiento dirigido a una conocida suya, fallecida recientemente en un autobús. Le habían contado que la mujer, delante del Duomo, había levantado los ojos al cielo, mirando fijo en silencio la imponente estatua de Jesús que se erguía sobre el techo de la catedral. Luego se había desplomado al suelo, fulminada por un infarto.






¿Por cuál razón su conocida había mirado la estatua de Jesús?






Quizás, presagiando su muerte inminente, para preguntarle:






- ¿Señor, por qué me haces morir a los cincuenta años una semana antes de la boda de mi única hija?






Rita desechó la idea que tarde o temprano sería obligada a abandonar este mundo.






- Yo tengo que vivir todavía tanto para ayudar a Michele.






- ¡Terminal! Hemos llegado a la terminal.






Rita se despertó de sobresalto. Un chico le repitió:






- Hemos llegado a la terminal.






- ¡Mío Dios! Dormía y no me he percatado que hemos llegado a Turín.






Excepto ella y el chico, no había más ninguno en el vagón. La mujer, agitada y confundida, bajó del convoy, que partió de nuevo después de pocos segundos.






Con estupor Rita se dio cuenta que se encontraba en el único andén de una pequeña estación ferroviaria del campo completamente desierta.






La puerta y las ventanas de la oficina del taquillero, un edificio del período fascista con el enlucido grisáceo todo desconchado, estaban atrancadas con tablas de madera. El orín recubría el cartel que una vez indicaba el nombre del pueblo. Por todas partes crecían zarzas y ortigas, invadidas por lagartijas y caracoles y refugio hasta para dos liebres y una culebra de agua.






Aquel lugar estaba abandonado desde hace años, sin personal y manutención pues ahora utilizado por un exiguo número de viajeros.






- ¿Pero dónde he acabado? - exclamó Rita desorientada.






Su reloj de pulsera marcaba las 13 y 37. Si aquel chico no le hubiera hecho una broma diciéndole que habían llegado a la terminal, habría llegado a destino a las 13 y 45.






- ¿Quién sabe cuándo pasa el próximo tren con destino a Turín?






Rita estaba furiosa porque por culpa de un estúpido muchachito estaba perdiendo unas horas preciosas que habría podido emplear lavando los pisos del chalé de su hijo.






- Los jóvenes hoy día son malos. Maleducados y malos. - constató con amargura.






Sus nietos también eran así. Le contestaban mal, se burlaban de ella, eran arrogantes y rebeldes. Su nuera los había arruinado, con su educación permisiva.






Rita salió de la estación para buscar a alguien al que pedir informaciones, pero en los alrededores no había viviendas, sólo se veían arrozales inundados por el sol que se extendían hasta el alcance de la vista, cruzados por caminos de tierra.






En el cielo flotaban empujadas por los vientos inmensas nubes cándidas que parecían blandos copos de algodón.






En el aire pululaban voces animales de cada tipo. Las ranas croaban. Los grillos chirriaban. Los abejorros zumbaban. Los patos salvajes parpaban. Las cornejas graznaban.






A esos sonidos se sumó el eco lejano de los tañidos de las campanas de una iglesia.






En un terraplén se delineó el perfil elegante de una garza cenicienta.






Mariposas coloradas, gruesas libélulas rojas o verdes y enjambres de mosquitos volaban en todas las direciones.






Rita recordó que de niña se divertía pescando las ranas junto a sus hermanos. Luego les quebraba las piernas para que no escaparan y las ponía en una bolsita de tela. En la casa, todavía vivas, les cortaba la cabeza con una tijera, las desollaba, las freía en el aceite hirviendo y se las comía, pulpa y huesos incluidos.






Para celebrar su septuagésimo cumpleaños, dos años atrás, sus hijos le habían ofrecido una cena en un restaurante donde le habían servido ranas fritas chinas. Pero las ranas italianas que comía durante su niñez y juventud tenían otro sabor, eran mucho más gustosas.






A Rita también se le ocurrió cuando, de adulta, viajaba con su esposo por las calles del campo y los faros de su carro iluminaban centenares de ranas que brincaban. La mayoría de ellas acababa debajo de las ruedas de los autos, quedando aplastadas sobre el asfalto.






La presencia de todas aquellas bestias golpeó mucho a Rita, pues era bastante insólita.






Las ranas, las mariposas y las libélulas, en particular, habían casi totalmente desaparecido desde al menos un par de décadas de los campos de Vercelli, exterminadas por los herbicidas. En compensación los mosquitos se habían vuelto más aguerridos que nunca.






En el pasado, hasta el principio de los años '60, en aquel período del año los arrozales estaban poblados por las trabajadoras temporales. Aquellas pobrecitas, cuya tarea consistía en arrancar la hierba que obstaculizaba el crecimiento de las plantitas de arroz, estaban con los pies en el agua y la espalda curva por ocho horas al día. Un trabajo de bestias, por añadidura mal retribuido.






Ahora los arroceros para eliminar los hierbajos infestantes utilizaban los herbicidas, que envenenaban el entorno.






En medio de la espesa vegetación que costeaba una senda a su izquierda, Rita entrevio por algunos instantes a una vieja y a un niño, verosímilmente abuela y nieto, con un sombrero de paja para protegerse del sol, una pequeña caña de pescar y una bolsa de tela llena de ranas atada al costado.






Sus nietos nunca habrían ido al campo a pescar las ranas. Ellos tenían intereses más modernos y iban al mar, a la montaña, a la discoteca, a la piscina.






Rita divisó a lo lejos, esparcidas aquí y allá, otras figuras humanas que pescaban o paseaban.






En el fondo aquel lugar no era desagradable. Pero era todo así extraño. Extrañísimo.






No sentía calor y no estaba sudada, a pesar de los rayos incandescentes del sol que le pegaban en la cabeza y la tasa elevada de humedad, típica de aquellas zonas. Y luego las ranas, las libélulas, las mariposas. Lo más extraño en absoluto era que los zancudos no la picaban. Y eso que los mosquitos solían atormentar con sus picaduras a cada ser humano al que encontraban.






La atmósfera que reinaba en medio de aquellos arrozales parecía suspendida en el tiempo, irreal.






De repente una voz masculina la llamó con insistencia:






- ¡Señora! ¡Señora! ¡Señora!






Rita se miró alrededor. No vio a nadie.






- ¿Quién ha hablado? No hay ni un alma por ahí. - dijo con aprensión - ¿Estaré chocheando?






La misma voz de antes preguntó:






- ¿Hay un médico? ¿Alguien de vosotros es un médico? Una mujer se ha sentido mal. Se ha desmayado.






Al improviso Rita entendió.






Habría sido mejor si no lo hubiera entendido. Tuvo apenas el tiempo para pensar con angustia:






- ¡No! ¿Ahora qué hará mi hijo sin mí?






Luego, en un instante, todo desapareció y fue aspirada en la nada.